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Hecho del presente

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E l calentamiento global, que ha dado pie al cambio climático, era considerado hace algunos años un hecho propio de un futuro muy distante, a la vez que un tema de particular importancia para los países industrializados del hemisferio norte. Ahora se sabe que es claramente un hecho del presente y ya está afectando la geografía y las poblaciones del hemisferio sur.

Gran parte del calentamiento de la Tierra ocurrido en el pasado medio siglo ha sido provocado por la generación de gases de efecto invernadero (GEI) resultante de la actividad humana. Esta emisión de GEI proviene de una serie de actividades de los hombres que comprenden la quema de combustibles fósiles (es decir, petróleo, gas y carbón) para la energía y la calefacción, el transporte de personas y productos, la tala de bosques, la excesiva fertilización de los cultivos, el almacenamiento de desechos en vertederos, la ganadería y la producción de algunos bienes industriales.

La temperatura del planeta es hoy alrededor de un grado centígrado mayor que la vigente antes de la Revolución Industrial (circa 1750). El hielo en el Artico ha disminuido más de un 40% en los últimos cuarenta años debido al incremento de la temperatura. El nivel de los océanos también viene aumentando, y desde 1880 ya ha crecido veinte centímetros y podría crecer un metro más hacia fines de este siglo, haciendo desaparecer poblaciones costeras en toda la Tierra.

Según la Organización Meteorológica Mundial (OMM), noviembre de 2015, la concentración de GEI en la atmósfera aumentó un 36% entre 1990 y 2014, a causa del calentamiento global que responde a la concentración de gases de larga duración como el dióxido de carbono (CO2), el metano (CH4) y el óxido nitroso (N2O). Más aún, es preocupante la aceleración de la emisión de GEI ocurrida en el último medio siglo, producto del crecimiento de las actividades generadas por los seres humanos.
Abatir los efectos del cambio climático requiere no traspasar el límite de aumento de la temperatura de la faz de la Tierra más allá de los 2 °C, lo que obliga al gran esfuerzo global de reducir, principalmente, las emisiones de CO2.

El panorama es crítico, al confirmarse que los hidrocarburos fósiles (petróleo crudo, gas natural y carbón mineral) no se agotan y cuentan con la “nueva” explotación de shale y tight gas y petróleo, e importantes cambios tecnológicos que aseguran una creciente producción de carbón mineral.

La era de los combustibles fósiles, por ende, no ha concluido, pero ya hemos comenzado a transitar el camino hacia su fin. Nuevos flujos de inversiones comenzarán gradualmente a orientarse hacia tecnologías ahorradoras de combustibles fósiles y a una mayor eficiencia en el uso de la energía, pero consolidar este proceso requerirá más inversiones en investigación y desarrollo. Para ello, los Estados deben generar incentivos que impulsen las iniciativas para el desarrollo de tecnologías amigables con el medio ambiente.
El rol del Estado es clave, dado que el cambio climático es una “externalidad” negativa que no es tenida en cuenta en el sistema de precios, que no castiga a los contaminadores y no premia a los que cuidan el ambiente y cuyos costos impactan en el 6,5% del PBI mundial. Se trata de una “externalidad” de carácter global; por lo tanto, compensarla exige un sistema de “cooperación internacional”, de modo de “internalizar” en el sistema de precios estos costos ambientales.

La economía de mercado, basada en un sistema de precios que reflejan los deseos de los consumidores y los costos de producción, es ineficiente si no se aplican impuestos que afecten a estas externalidades negativas, verdaderos “costos ocultos pero reales”. Las políticas deben eliminar los subsidios existentes a la producción de combustibles fósiles y, a la vez, establecer impuestos globales a la “externalidad” negativa propia de las emisiones de CO2. Estos impuestos deben ser equivalentes al valor del daño ambiental que producen y globalmente únicos, sin importar la localización geográfica y el combustible que lo genere. En 2014 el FMI estimó que, en el caso del petróleo, el impuesto por unidad de carbono emitido debería ser de casi 8 dólares el barril, lo que reduciría las emisiones globales en el orden del 11%.

La cumbre climática de las Naciones Unidas COP 21 (París, diciembre 2015), que convocó a 195 naciones, acordó que habría que “mantener el aumento de la temperatura media mundial muy por debajo de 2 °C con respecto a los niveles preindustriales y proseguir los esfuerzos para limitar ese aumento de la temperatura a 1,5 °C con respecto a esos niveles preindustriales”. Sin embargo, no fue una buena noticia constatar que las propuestas voluntarias de las naciones presentes implicaban un ascenso de la temperatura del orden de 3 °C, el doble de la meta. La cumbre de París no tuvo todo el éxito esperado, ya que el acuerdo, ratificado el 5 de octubre de 2016, no determina acciones obligatorias capaces de reducir de manera efectiva las futuras emisiones contaminantes. (...)

Además, la mala noticia es que el uso de combustibles fósiles no dependerá del agotamiento de las reservas mundiales, dado que mientras en 1980 las reservas de petróleo cubrían treinta años de consumo, hoy cubren un consumo de 53 años, 55 años para el gas y 110 años para el carbón. La industria petrolero-gasífera avanza en descubrimientos y no detiene la utilización. Se necesitan importantes progresos en la eficiencia energética para abatir las emisiones contaminantes, principalmente en los sectores transporte, construcción e industria manufacturera, pero también en el parque de generación de energía eléctrica, avanzando con las “no contaminantes”, es decir, hidroeléctrica, solar, eólica, geotérmica, nuclear y biomasa.

 *Economista. **Licenciado en Economía política. Fragmento del libro El cambio climático, editorial El Ateneo.