Nos presentó el escritor Rafael Ielpi a principios de la década pasada en Rosario. No recuerdo las circunstancias, solo que acompañaba a Hermes Binner quien, después de las presidenciales de 2011, me había invitado a colaborar con él para encarar la carrera electoral de 2015. En un aparte, Ielpi, me toma del brazo y me lleva ante un hombre tímido, afable, que salvo por la expresión viva de sus ojos uno diría que pareciera no querer nada, ser solo un espectador del mundo. Había sido intendente de la ciudad dos veces y no se advertía con una observación ligera el pulso de un político, la ambición de ocupar el espacio en la conversación del mismo modo que lo hacen los dirigentes con el poder. Lifschitz, en ese primer encuentro, me escuchó y me obligó a la embarazosa labor de exponerme. Desde aquel día nos empezamos a ver, cada vez con más frecuencia, según viajaba desde Madrid al país para trabajar con Binner.
A los 13 años, en 1969, cuando el hombre llega a la luna, Lifschitz comienza la educación secundaria en el Politécnico de Rosario y a pesar de su vocación original, la carrera técnica, uno de los vínculos más estrechos lo teje con el escritor Jorge Riestra, su profesor de historia. Es con Riestra que su visión se abre al humanismo o, mejor dicho, se amplía, ya que creció en un hogar ilustrado con un padre ingeniero, como lo será él y una madre arquitecta. Esa pulsión se carga con rebeldía ante el golpe contra el gobierno democrático de Chile, en 1973, y le llevará, ya en la universidad, a abrazar la causa socialista.
Hermes Binner y Antonio Bonfatti, sus compañeros de causa y antecesores en el máximo cargo publico de la provincia, surgieron de la facultad de medicina y, juntos, iban a las villas del sur de Santa Fe en los setenta a llevar una sanidad militante (aunque la leyenda la hayan hecho los curas villeros, también hubo médicos y abogados donde no había casi nada). Lifschitz era ingeniero y esa profesión sumada a su carácter proyectaba un perfil más pragmático. Pero el lado B de Miguel lo describe el ingeniero Raúl Álvarez, compañero y colega suyo, cuando afirma que además de las herramientas propias de un ingeniero, la capacidad de medir y evaluar, en su caso se sumaron a otros atributos: la creatividad y la sensibilidad. Y sin ánimo de traer una metáfora manida, el ingeniero Lifschitz dedicó todo su tiempo político a construir puentes. Entendió muy bien y actualizó la lectura de Estevez Boero, a partir de la cual la cuestión nacional hasta los setenta, debía resolverse como un puente entre las clases trabajadoras de entonces, la clase media y la burguesía industrial para tejer una red de contención al ciclo elecciones-golpes impulsado por actores del poder tanto nacionales como extranjeros. Lifschitz hasta hace unos días no hizo otra cosa que tender puentes en un país que se empeña en significarse por el tropo absurdo de la grieta que no encierra otra cosa que la impotencia del hacer y la cobardía de no asumirlo. Al igual que Raúl Alfonsín, a quien admiró siempre, solo excluía a quienes se negaban al bien común, pero esos, se sabe, están siempre lejos del compromiso comunitario.
Lector de Norberto Bobbio, asumía con él que muchas de las ideas de la izquierda quedaron obsoletas, pero, la idea de igualdad no solo se mantiene vigente, sino que solo desde la izquierda se puede alcanzar.
Anoche, en plena madrugada en Europa, me llegó la dolorosa noticia de su muerte. Recordé el día que lo conocí y que cuento en las primeras líneas y de su modo de ser, propio de la pampa húmeda: pocas palabras y muchos hechos.
A veces, en el intercambio epistolar del trabajo, Lifschitz solía cerrar los correos con un «hasta la victoria, siempre». Solo a veces. Con el paso del tiempo me percaté de que la apelación guevarista solo aparecía cuando la tarea de la que era objeto la carta era mayor de lo usual; a veces desmesurada. Era una forma escueta de dar ánimo, pero también de reclamar compromiso.
Hasta siempre, Miguel. Vos sos la victoria, siempre, donde quiera que estés.
*Escritor y periodista.