Hay sólo dos clases de ciudades: las que tienen un río al medio y las que no. Heráclito de Efeso escribió –según la traducción– que “No puedes bajar dos veces el mismo río, pues nuevas aguas corren sobre ti” o que “Nadie se baña en el río dos veces porque todo cambia en el río y en el que se baña”. Heráclito veneraba al fuego y en ese presocratismo donde las palabras eran música y rumores, al turco le fascinaban el cambio y la permanencia, que son exactamente lo contrario.
Por eso los ríos son druidas de las ciudades. Las reflejan. Las complican. Las unen. Las dividen. Santiago de Chile, cuya grilla de calles está hecha de fe, de santos, de valores, y luego rehecha también de generales, coroneles, distorsiones, está tajeada de este a oeste por el Mapocho. Un araucano, una forma de no decir mapuche. Es un tesoro. No es el Sena, atestado de barquitos con turistas. No es el Támesis, fuente de agua para que Londres siga viva. No es el Ganges, que se lleva las cenizas de los muertos de Varanasi al paraíso. Es apenas un arroyo chillón lleno de ira, una serpiente milenaria que desagota los Andes como un látigo.
A Buenos Aires le faltan esos puentes. Es lamentable. Es Juan B. Justo, ríos que fueron entubados para que el siglo XX le ganara a la naturaleza la batalla. Pero en Santiago nadie se animó a tocar al Mapocho. El lecho de piedra no tiene más de treinta centímetros de hondo; con esto alcanza. No sabe de templanza, pero tampoco causa ningún daño. Aunque de vez en cuando se llevó puesto todo en sus orillas. Es la nota a pie de página que dice: “Esta ciudad no les pertenece a las personas, sino a Natura. Que las personas lo sepan y que hagan lo que quieran”.
Vivir sin un río cerca es imposible. El de la Plata, perdonen todos, no es un río. Es un final, un borde. Y está afuera. En cuanto al cambio y a la permanencia, la ultraderecha acaba de ganar en Santiago casi todas las elecciones comunales. Votó sólo el 20% del padrón. Nada cambia para que todo se empeore.