Todo, como siempre, se revela en la menor de las escalas. No se requieren grandes acontecimientos para comprender el núcleo de los sucesos. Una modesta y sencilla foto exhibe la naturaleza de los vastos conflictos cebados y ahora acuciantes. Mas temprano que tarde, estallarán. Ahí están, empero, breves, contundentes, portadores de una rotunda elocuencia. Han sido convertidos en episodios naturales. Como la lluvia. O el calor. O el viento. Sencillamente, pasan. Lo más penoso y a la vez imponente es que ni siquiera asombran. Nos acompañan, como las emanaciones repulsivas de los caños de escape de colectivos y camiones. Como el ruido estrafalario y dañino de bocinas y frenazos.
En una mañana de las últimas, la cola que desemboca en la costanera porteña rumbo al aeroparque es interminable. Al llegar a ella, cuando hay que girar a la izquierda para rumbear hacia el Jorge Newbery, un espeso cordón policial impide circular. Agitan sus brazos con excesiva energía, indicando que no se puede pasar. El taxista es expresivo y convincente: su pasajero, un “conocido” periodista, pierde su avión y lo esperan, sí o sí, en otro aeropuerto. El policía inspecciona por la ventanilla, saluda, reconoce, abre el cordón y deja entrar a los afortunados. Nadie sabe nada, ni por qué a las nueve de la mañana de un día supuestamente normal, se forma lo que el periodismo ya ha acuñado bajo la forma rudimentaria y mediocre de “un caos de tránsito”. El misterio se develará al cabo de pocos minutos, cuando el obstáculo se patentice, frente a la entrada al aeroparque, donde se advierte que la Avenida Costanera ha sido cortada por unas treinta personas. Las acompañan no menos de diez patrulleros de la Federal y un destacamento de guardias de Infantería. Los treinta portan pancartas que los identifican como “vigiladores” privados. Dentro del barullo, pequeño pero eficaz, parece entenderse que reclaman (¿a quién?) el derecho a formar su sindicato. Junto a ellos, amontonados a lo largo de varios kilómetros de una cola de centenares de metros, camiones, micros, taxis, remises y autos privados se apiñan en otra típica jornada de locura nacional y popular.
Vale la pena detenerse en la actitud y criterios de la policía. No responden, no saben, no conocen. No entienden. Cortan. Eso hacen: protegen al pequeño puñado que le pudre la vida a la inmensa mayoría. No es idea de ellos, en esta era empapada de la religión hipócrita y tóxica que promete un mentiroso “no reprimirás”, los códigos han caducado.
Ante la deliberada y perversa decisión oficial de envenenar la convivencia civilizada que asegura el gobierno de la ley, y tras siete años de “modelo” realmente existente, calles, rutas y puentes son campos de batalla en los que se acredita un estado de cosas de facto.
Si la ley no puede ser asegurada tal como ha sido adoptada porque hay “derechos” superiores, cuyo estatuto es menester garantizar (doctrina Zaffaroni), lo que las fuerzas de seguridad pueden hacer es custodiar el desorden, acompañarlo, jamás impedirlo.
Desde el 25 de mayo de 2003, en la Argentina rige un extravagante y destructivo estado de cosas. Se articula en torno de este concepto motriz: los espacios públicos son de quienes se adueñan de ellos, un puñado o algunos centenares. Tras este concepto nuclear, late la idea de que la injusticia social, la exclusión y todos los males derivados de una sociedad inequitativa vacían de sentido las normas habituales del estado burgués.
Lo curioso (en verdad, lo formidable) es que esta decisión es aplicada por una oligarquía rapaz que se mueve en aviones y helicópteros, y duerme en custodiados pisos en Puerto Madero y sus suntuosos alrededores. Ellos tienen su orden cotidiano asegurado a partir de sus privilegios brutales, mientras que el resto de los mortales discurre penosamente por el delirio cotidiano de una vida abrumada de dificultades, bloqueos, atrasos y exasperaciones. Los que sacralizan el caos alegando que, así, evitan “criminalizar” las protestas sociales son apenas una minoría de aprovechados que se valen de los recursos del Estado para vivir abroquelados en sus fortalezas de lujo y privacidad. Cuando andan flojos de nervios, se recluyen en sus encastillados palacios patagónicos.
Han alimentado, sin embargo, un terrible saldo acreedor. Ignoro si la deuda acumulada deberá ser cancelada dentro de 18 meses, antes o después, pero la heredad más funesta de este septenio será la destrucción del más básico, saludable e imprescindible de los órdenes normativos. Porque esos treinta vigiladores que aquella mañana torturaron a miles de mortales que sólo querían vivir y trabajar, tienen derecho a preguntarse por qué no habrían de proceder así, seguros de que nadie los “reprimiría”. ¿Por qué, si en Gualeguay-chú, hace casi cuatro años, una patrulla de fanáticos privatizó una frontera nacional mientras el Presidente avalaba esa “causa nacional”?
El estado de las cosas revela la ejecución sistemática de un principio atroz. Se define por la relativización permanente del alcance de las normas. Existen mientras así lo disponga la autoridad. Son legítimas, pero no mucho. Su alcance sólo tiene vigencia, en cada ocasión, cuando “la conducción” así lo estipula. Por eso, como si en lugar de ser un gobierno ejerciendo el monopolio de la autoridad, se tratara de un escuadrón que momentáneamente ocupa una colina, la ley es la ley, mientras así lo proclame el Gobierno. Así, tras cuatro años de convivencia con una frontera secuestrada por un grupo de irregulares, los gobernantes le piden a la Justicia que procese a los responsables. Cinismo al cuadrado: imponen cupos de exportación de carne y fijamos tarifas inviables, pero ante violaciones de la Constitución y el Código Penal son apenas un taciturno grupo de “castrati”.
Esta es la herencia al cobro en el atardecer del 10 de diciembre de 2011. ¿Cómo se gobernará tras el fin del kirchnerismo? ¿Cómo regresar a la ley y, sobre todo, cómo recomponer la noción de autoridad? Tras la ingobernabilidad de los 24 meses de gobierno de Fernando de la Rúa, hemos vivido ya 84 meses de otra ingobernabilidad, marcada por la discrecionalidad y el cínico vaciamiento del orden legal. Temible heredad.