Acaba de aparecer Fuimos soldados, un libro de Marcelo Larraquy cuyo subtítulo es “Historia secreta de la contraofensiva montonera”. No es el primer libro sobre los Montoneros, un tema que ya podría llenar una pequeña biblioteca. Personalmente, le había dado un largo descanso al asunto después de Recuerdo de la muerte, de Miguel Bonasso, que se publicó en 1984 y nos introdujo por primera vez en las profundidades de la ESMA. Como ocurre con la pornografía, Larraquy y Bonasso le proponen al lector espiar en un mundo prohibido, ser voyeur de una escena destinada a la intimidad de los participantes. No es la denuncia, ni la historia, ni la política lo que hace interesante la convivencia entre torturadores y torturados: es el morbo, como lo probaron hace unas décadas Portero de noche y Pascualino sietebellezas, dos obras cumbres de la degradación hecha espectáculo. Pero es también un sentimiento morboso el que nos hace querer presenciar una reunión de la cumbre montonera en la que sus miembros visten uniformes y se hacen saludos militares aunque estén en un hotel de Europa. Los rituales del sadismo y la alienación de las sectas ejercen la mezcla de fascinación y rechazo a la que convoca una orgía.
Larraquy toma algunas precauciones para invitarnos a la suya. Varias veces cuestiona la ceguera, el militarismo y el desprecio por la vida de sus subordinados que exhibieron Firmenich y la conducción montonera en el absurdo episodio de la contraofensiva, que llevó a decenas de militantes a un retorno suicida en plena represión. Pero en ningún momento se aparta de la lógica que convalida esos procedimientos. En uno de los episodios (el libro es una sucesión de viñetas más que un relato orgánico), un grupo que se entrena clandestinamente en México decide asesinar a una de las integrantes porque la mujer no rinde a pleno en los ejercicios militares y teóricos. Al final no la ejecutan, aunque no se aclaran del todo las razones, pero el libro absorbe la demencia del intento con la mayor naturalidad. Hacia el final, Larraquy se ocupa de la historia de una guerrillera que termina viviendo en Israel con uno de sus captores. No se ve muy bien la necesidad de este fragmento, salvo por el suspenso con que el autor lo presenta, ya que sirve como desenlace y conclusión del libro. El tratamiento del caso está cargado de ambigüedad pero, nuevamente, es la incandescencia de semejante relación lo que parece justificar su inclusión desde el punto de vista “literario”. Larraquy, además, intercala frases en primera persona y combina la narración de la contraofensiva con la de la construcción del propio relato. Ese rasgo de coquetería, que parece pedir el reconocimiento de que el libro no es mero “periodismo”, es uno de los recursos más discutibles de Fuimos soldados.
Según Larraquy, el libro intenta reconstruir “la memoria de los combatientes, de los que habían afrontado la militancia como una guerra y la habían perdido”. Y aclara: “No por sentirme protegido en la moral media de la sociedad tenía que dejar a los soldados sin historia”. No sé con qué instrumento se mide la moral media, pero la moral oficial acepta perfectamente un libro como éste. Pero ya que es justo y necesario, para que la memoria no se pierda, narrar estos episodios de abnegación, de destreza y de valor, pero también de crimen y de locura obscenos, si la palabra “soldado” tiene ese prestigio y esa dignidad, ¿por qué no aceptar que se describa ahora la vida de un grupo de tareas? Después de todo, también los militares creyeron o quisieron creer que libraban una guerra, e incluso temen haberla perdido. Sería apenas otro libro “teñido de una épica degradada”, como Larraquy afirma que está el suyo. Sobran candidatos para ser el Hemingway de la guerrilla. Lo que falta, entonces, es un Lartéguy, aquel best seller de los sesenta que cantó la gloria de los asesinos franceses en Argelia, dispuesto a reivindicar a nuestros héroes de la picana.