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Hipocresía

Argentina vs.Uruguay es un caso ejemplar de divorcio entre retórica y realidad. El Gobierno, que denunció como “contaminante” el sistema de blanqueado de pulpa de celulosa libre de cloro elemental.

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Argentina vs.Uruguay es un caso ejemplar de divorcio entre retórica y realidad. El Gobierno, que denunció como “contaminante” el sistema de blanqueado de pulpa de celulosa libre de cloro elemental (ECF, sus siglas en inglés), lo adoptó como “mejor tecnología disponible”. Más grave todavía: la Argentina acepta este modelo tecnológico-industrial como un “compromiso” con los industriales privados del ramo, a diferencia del Uruguay, que promulgó una ley en su parlamento. Episodio ciento por ciento argentino: llenarse la boca de angelicales propósitos, pero actuar en el sentido contrario.
La oblicua y sospechada multinacional Greenpeace denunció que Botnia usaría para el blanqueado de su producto una tecnología ponzoñosa, prohibida en Europa. Demandó que se usara una “única tecnología limpia”, la Totalmente Libre de Cloro (TFC, en inglés). Se empecinaron por años en negar que la tecnología de la combatida pastera en Uruguay, llamada Kraft Light (Libre de Cloro), es considerada por la Unión Europea dentro de las mejores disponibles.
Hasta hubo activistas “ambientalistas” que aceptaron que el método ECF era tan reconocido como el TFC, pero premiaban a la segunda. Así fue por años: estos activistas reiteraron que las fábricas productoras de pasta de celulosa en Uruguay deberían renunciar al método ECF y adoptar el TFC.
Kirchner dispuso finalmente lo contrario. La Secretaría de Ambiente y Desarrollo Sustentable dirigida por Romina Picolotti puso en vigor el Plan de Reconversión de la Industria de Celulosa y Papel (conocido como PRI-CePa) en diciembre de 2006. Lenguaje contundente: “Las pautas que se detallan en este documento están basadas en las Mejores Técnicas Disponibles en la industria de pulpa y papel establecidas por la Unión Europea”.
La Argentina, con un gobierno arrastrado y condicionado por los grupos enardecidos de Gualeguaychú, se empeña en negar la realidad y, ahora que Botnia ya se halla en producción, intentará manipular un ”monitoreo” falso.
Los elementos de referencia son evidentes, empezando por un hecho sugestivo: ¿Por qué en este anunciado monitoreo argentino a Botnia no participa el Instituto Nacional de Tecnología Industrial (INTI), el organismo adecuado, que preside el ingeniero Enrique Martínez? Hay quienes aseguran que Martínez fue vetado por la Casa Rosada porque su diagnóstico y recomendaciones van en contra de las posturas oficiales.
En Gualeguaychú se anunció que el monitoreo del río Uruguay servirá “para establecer que la pastera Botnia contamina el medio ambiente y de esta forma reforzar el reclamo ante la Corte Internacional de La Haya”. Fueron más explícitos aún: buscan “recolectar datos para mostrar una acción contaminante de la planta”. Método curioso: aseguran que la contaminación existe, pero necesitan encontrarle razones a tal afirmación, mirada anticientífica y política.
En Uruguay, a los ofuscados miembros de la asamblea de Gualeguaychú los llaman “cientiqueteros”: no se esfuerzan por conocer la verdad, sino por darle sustento a una postura previa, tomada como válida. Pero el problema no es la gente de Gualeguaychú: el plan es comandado por Picolotti, cuya credibilidad es casi inexistente.
Los uruguayos monitorean la llamada “línea de base del río Uruguay” desde abril de 2005, haciendo lo que recién ahora encaró la Argentina. Hay también seguimiento continuo de la concentración de gases en el aire de junio de 2006 a junio de 2007. Son hallazgos publicados, auditados y con validez internacional.
Se afirma en Uruguay, con razonabilidad, que los datos que recoja la Argentina no pueden diferir mucho porque, si así fuera, y sin autoridad internacional legitimante, se precipitaría el desprestigio internacional sobre quienes difundan otros datos. En otras palabras, el monitoreo argentino de la calidad del ambiente en torno de la planta de Botnia pretende medir lo que ya está medido, auditado y publicado.
Para un control industrial fehaciente conviene considerar dos asuntos: emisiones de la industria celulósica (comparadas con criterios admitidos en determinada región) y calidad del medio en torno del emprendimiento. Es preciso conocer esta calidad antes de que una planta se inaugure, para verificar si hay variaciones y si se pueden atribuir a ella. Se trata de comparar datos nuevos con los históricos que configuran la llamada “línea de base”, estado del ambiente previo al funcionamiento de la industria a controlar.
Si lo que hacemos los humanos impacta en el ambiente, es razonable determinar hasta dónde admitimos cambiar las condiciones originales. Pero si la Argentina carece de la facultad de medir los vertidos de la industria dado que ésta se encuentra en Uruguay (un país soberano) y no disponemos de una línea de base continua respecto de la cual comparar datos recolectados del ambiente (producto de que nuestro país resolvió unilateralmente suspender dichas tareas, alucinando con que estaríamos blanqueando a los “genocidas” uruguayos), ¿qué puede monitorear la Argentina?
La prensa argentina ha sido casi invariablemente chauvinista y ha cubierto con un nacionalismo patético el conflicto, sin encarar una tarea seria y minuciosa, sino tratando de que la posición local prevalezca, al margen de que sea compatible con los hechos de la realidad. Un diario porteño muy ligado a la Casa Rosada y de casi nula circulación, aseguró que “el objetivo del plan (de monitoreo de la calidad del río Uruguay) (…) es lograr que el centro de la estrategia gubernamental ante el conflicto de aquí en más es poder recolectar datos para mostrar una acción contaminante de la planta”. O sea, ninguna ciencia, pura política.
Medios periodísticos argentinos aseguran que antes de Botnia, el agua del río Uruguay “estaba limpia”, con lo cual contradicen informes científicos que, por ejemplo, revelan alta concentración de fósforo y problemas con las algas, ratificando denuncias de los propios vecinos sobre contaminación de Ñandubaysal por aguas servidas de Gualeguaychú y efluentes del Parque Industrial.
¿No sigue dando aún vueltas por el mundo el bochorno de la foto trucada, mostrando una planta de Botnia gigantesca sobre Ñandubaysal, presentada ante el Banco Mundial para impedir la financiación del proyecto? Era un truco elemental. Un asambleísta, Martín Alazard, no anduvo con vueltas: usarán, dijo, “todo el rigor científico”, pero, “buscando todo lo que ratifique nuestra lucha”.
La realidad no es indulgente con la Argentina: de las 10.000 plantas de celulosa en el mundo, una minoría aplica los nuevos procesos obligatorios a partir de este año: son las de Europa y la de Botnia en Uruguay. No en suelo argentino, donde se sigue blanqueando con cloro elemental. Los “ambientalistas” terminan siendo piqueteros subsidiados por el gobierno provincial, apañados por la Rosada.
Cristina Kirchner tal vez tenga ganas de adoptar un nuevo punto de partida. ¿Podrá? Será arduo: en Gualeguaychú hay terror paranoico, crecido gracias al oportunismo político del poder y a la mediocridad de la prensa. La cuestión no puede perdurar mucho más, pese a ser, sin embargo, un conflicto gravísimo con una primordial responsabilidad argentina.