COLUMNISTAS
LA SANCION A MARION JONES

Hipocresía pura

Marion Jones sigue siendo, aun a los 32 años, una mujer con cara de niña y físico de portero de discoteca. A los 25, cuando su cuerpo imponente no dejaba ni el menor hueco para la celulitis, fue la gran estrella de los magníficos Juegos Olímpicos de Sydney.

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Marion Jones sigue siendo, aun a los 32 años, una mujer con cara de niña y físico de portero de discoteca. A los 25, cuando su cuerpo imponente no dejaba ni el menor hueco para la celulitis, fue la gran estrella de los magníficos Juegos Olímpicos de Sydney.
Fiel al estilo de la épica deportiva norteamericana, Marion llegó con una consigna: superar el récord de Jesse Owens de cuatro medallas doradas. No estuvo lejos; en efecto, llegó a los cinco podios, aunque dos de ellos (salto en largo y la posta corta) fueron de bronce. Los otros tres (100, 200 y la posta 4 x 400) fueron dorados. No fue ni Owens ni Carl Lewis, pero igualmente conquistó al mundo del deporte. Nadie se habría puesto a pensar, en aquel momento, qué extraña fuerza podía mover con tanta potencia, velocidad y armonía un cuerpo tan imponente.
En realidad, en los años siguientes tampoco se formalizaron denuncias respecto de algunas cosas llamativas en el rendimiento y, especialmente, en el físico de la norteamericana. Fue ella quien, hace poco tiempo, decidió blanquear una situación que venía decantando desde, incluso, antes de aquellas magníficas noches de Sydney. Hubo un cimbronazo: poco antes de Atenas 2004, organismos deportivos norteamericanos iniciaron una investigación respecto de la aparición en el mercado de la tetrahdrigestinona (THG), sustancia prohibida que, dicen, introdujo en el circuito local un laboratorio con el que mucho tenía que ver su segundo marido. Aseguran que Marion defeccionó en Grecia –apenas un quinto puesto en salto en largo– afectada por las denuncias que salpicaban a su entorno.
Curiosa historia, también, la de los entornos de Marion. Cuando acarició la gloria en 2000, su marido y su entrenador eran una misma persona. Y esa persona, C.J. Hunter, era también un lanzador de bala suspendido por un doping positivo poco después de los selectivos norteamericanos. Cuatro años más tarde, ya estaba casada con el gran velocista Tim Montgomery, múltiple campeón de 100 metros y, como ya conté, cotitular de un laboratorio dedicado a distribuir y elaborar sustancias que difícilmente superasen el más cómplice de los controles. Ni su físico, ni su marido dopado, ni su marido dealer de anabólicos fueron suficientes para liquidar su carrera. Fue ella quien decidió hacerlo.
El Comité Olímpico Internacional le quitó todas las medallas de Sydney. Y esas medallas pasarán a manos de quienes, en las pistas, fueron menos que Jones, aunque difícilmente habrían superado controles similares. Es realmente llamativo el nivel de tolerancia que tiene el mundo del deporte con las megaestrellas estadounidenses. Cuando el episodio de Ben Johnson, el positivo saltó de la noche a la mañana. Cuando le tocó a la rumana Andrea Raducan –campeona de la prueba completa de gimnasia en Sydney– apenas demoraron 24 horas en descubrirla. A Lance Armstrong lo denunciaron medios gráficos franceses muchos años después de sus proezas en el Tour de France y no fue sancionado. Marion Jones se autodenunció y Carl Lewis dijo hace un par de años haber corrido en Seúl tan “sucio” como el castigado Johnson.
Hipocresía pura. Nada de lo que se está haciendo respecto del doping es ni justo ni rendidor. Los atletas siguen tomando cosas prohibidas y, anualmente, se sancionan tanto atletas como tantos brebajes se inventan para encubrir la droga. Y en el medio, lo que es un enorme negocio para señores de portafolio sólo tiene como consecuencia el final de la carrera de un puñado de deportistas.
No me animaría a discutir el grado de riesgo que implica para un atleta tomar sustancias que mejoren artificialmente su preparación o su rendimiento. Por donde sí estoy seguro de que viaja el disparate es en esto de que la marihuana y la cocaína sean, a los efectos del deporte, lo mismo que un diurético, un anabólico o una hormona de crecimiento. Eso es, por un lado, mentir respecto del efecto que una droga u otra tienen sobre el físico del deportista. Y por el otro es simplificar el drama de la droga social: ni un político, ni un cura ni un periodista verían terminada su carrera por un porro o una línea de cocaína. Un deportista, sí. Y eso es buscar un caso testigo que permita esconder el real problema que involucra a millones, jueguen o no a la pelota.