Entre 1920 y 1933 rigió en Estados Unidos la enmienda XVIII a la Constitución de ese país, motorizada por una creciente presión política, religiosa y social contra el consumo de alcohol. La Ley Seca llegó, supuestamente, para poner un freno a una creciente influencia de las bebidas alcohólicas en la vida cotidiana de los norteamericanos. Doce años de aplicación demostraron dos cosas: que la hipocresía de los conductores políticos prefirió aplicar la prohibición a rajatabla antes que analizar las causas del consumo; y que esta veda no hizo disminuir el acceso de la población a la bebida sino que aumentó de la mano de delincuentes que llegaron a dominar territorios enteros a sangre y fuego. Al Capone fue sólo un ejemplo. En 1933, la enmienda XXI derogó su antecesora XVIII y puso fin a la Ley Seca.
Hipocresía y prohibición suelen ir de la mano. Por eso es que resultó gratificante y reveladora la inclusión ayer en la sección Sociedad de este diario (página 40, “Un ‘psiquiatra-DJ’ busca reducir el daño de las drogas”. Es una entrevista al médico Andrés Schteingart, especialista en el tema y promotor de lo que se denomina la “reducción de daños”, lejos del anatema al que son sometidos los adictos o consumidores y cerca de la búsqueda de métodos que eviten tragedias como la ocurrida en la multitudinaria Time Warp, fiesta electrónica de Costa Salguero: la antítesis de la hipocresía política y social que viene acompañando, con resultados poco felices, buena parte de la información originada en el suceso del sábado 16. No curiosamente –porque es en ellas donde suelen darse como primicias datos y fenómenos que luego son abordados por algunos medios (como PERFIL la semana pasada y ayer)– un extenso artículo con precisiones de Schteingart invadió las redes sociales y puso sentido común a una catarata de disparates surgidos de los más recalcitrantes defensores de la moralina a ultranza. Sin negar la importancia social del tema ni la dramática consecuencia de los oscuros entretelones del caso Time Warp, el médico psiquiatra del Hospital Alvear pareció un sólido referente para analizar un qué hacer con esta problemática.
Del otro lado –porque siempre hay otro lado– creen haber ganado los que fogonean la represión y le hacen el caldo gordo –a sabiendas o por ingenuidad– a los nuevos Al Capone de estos tiempos alucinados: desde el poder político llegó la palabra prohibición para instalarse con fuerza. El Gobierno de la Ciudad vedó las fiestas electrónicas, desde la Justicia se amplió el cepo a toda actividad bailable nocturna y se amplió la acción represiva a recomendaciones para que la Provincia haga lo mismo. Es decir: una Ley Seca que ya es inútil porque las fiestas privadas, clandestinas, están en marcha como lo estuvieron los alambiques hogareños o las fábricas mafiosas en los locos años veinte.
La prohibición es el recurso al que apelan los políticos facilistas. Los medios debieran tomar nota de esto y reaccionar en consecuencia. El ridículo suele acompañar las prohibiciones: los huevitos Kínder están vedados en Estados Unidos por el peligro de que los niños se atraganten con sus juguetitos; en Burundi es delito hacer jogging en grupos; en Turkmenistán se prohíbe hacer playback, ópera y ballet; una ley de 2007 en China declara ilegal que los monjes budistas se reencarnen sin la previa aprobación del gobierno; el ex dictador rumano Nicolae Ceaucescu prohibió en los 80 el Scrabble por considerarlo “subversivo” y “diabólico”. Y la lista es larga, interminable.
Es contra toda prohibición arbitraria que debe manifestarse la prensa independiente. Es lo que ayer hizo la sección Sociedad de este diario.
Lectores críticos. Los señores Fernández y Berlangieri se quejan hoy en sus cartas por dos artículos publicados el domingo 24. Fernández, “quemero” sanguíneo, se despacha contra la crónica del partido que su equipo, Huracan, perdió con San Lorenzo el sábado 23. Este ombudsman leyó atentamente la nota y considera un exceso lo demandado por el lector: el texto es equilibrado y concluye con una humorada que hubiese cabido al Globito de haber sido inverso el resultado. En cuanto a Berlangieri, su conocimiento del extraordinario logro científico en el Uruguay de 1960 no desmiente que en 1952 el Dr. Paul Zoll desarrolló el primer marcapasos moderno, aplicado a un paciente al que logró mantener con pulso estable durante 52 horas. Por cierto, fue un pionero y así está señalado en el recuadro de la página 39 al que alude el lector. Frandria implantó en 1960 un marcapasos de origen sueco, y fue pionero en tal práctica técnico-quirúrgica.