En 1992 publiqué Fotos movidas, mi primera novela, en la editorial Grupo Editorial Latinoamericano, de Buenos Aires. Por entonces, yo vivía en Francia y no viajé a la Argentina para la salida del libro. Recién volví unos años después. Un día, con cierta curiosidad, se me ocurrió llamar al editor para saber si tenía algún dinero al cobro como regalías de las pocas decenas de ejemplares que había vendido. Entre tanto, César Aira me había contado acerca de la existencia de un librito de Bioy Casares, publicado también en GEL, en una edición limitada de trescientos ejemplares, fuera de comercio, para regalar entre amigos, llamado Unos días en Brasil. Por supuesto que leí varios de sus libros más importantes, pero en realidad Bioy nunca fue un autor importante para mí, no me interesa esa mezcla de racionalismo solapado con cierta llaneza en la escritura. Ni tampoco me atraía su imagen pública de dandy rodeado de dos genios, Borges y Silvina Ocampo. En todo caso, si algo me interesa de la obra de Bioy son algunos libros laterales, quizás hasta menores, como La otra aventura, donde reúne un conjunto de ensayos en la que la llaneza de su prosa, a la inversa que en las novelas, potencia el resultado. Por cierto, mi opinión cambió con su Borges, libro de una malicia increíble, lamentablemente ausente en el resto de obra. No tenemos aún palabras para definir la perversidad genial de ese texto, incluso en los momentos en que se vuelve tedioso o repetitivo. O tal vez por eso: por la genialidad de repetir una y otra vez la misma escena, hasta convertir a Borges en Bouvard y al propio Bioy en Pécuchet.
Pero, en cambio –fetichista como soy–, me interesaba tener un libro rarísimo, que casi nadie conocía en la ciudad. Así que me presenté en la editorial, y le dije al editor, algo intrépidamente, que en lugar de pagarme con dinero (que, con suerte, me alcanzaba para pagar una cena en un restaurante no muy caro) lo hiciera con el librito de Bioy. El editor dudó, pero finalmente aceptó (siempre supuse que no tendría un peso en el bolsillo y prefirió pagarme con el libro, o la inversa, que valoró mi desfachatez). El objeto, como casi todos los libros de GEL, era muy bello: de tamaño pequeño, impreso en una vieja imprenta con tipos de plomo, si se pasaba suavemente el dedo podía sentirse la rugosidad de las letras.
Luego, obviamente lo leí. Pero, como era de esperar, no me interesó. Es, disfrazado de aire erótico con gotas de exotismo brasilero, un texto de una moral anticuada. Lo que vuelve anticuado algo no es el paso del tiempo (¿hay alguna moral más moderna que la de Sade?), no hay progreso en la literatura: lo que vuelve un texto anticuado es el estado de la prosa. Y la prosa de Bioy toca siempre ese registro cristalizado. En fin, cierto es que luego de ese ataque fetichista, me olvidé por completo de librito, que pasó a ocupar un lugar más en mi biblioteca (esa semana, también conseguí muy barato en una librería de viejos, la primera edición de Los traidores, de Silvina Ocampo y J. R. Wilcock, en una edición de Losange de 1956, que quedó justo al lado).
Hasta que, años después, conocí a Michel Lafon –crítico francés especialista en Borges y Bioy–, de quien rápidamente me hice amigo. Su entusiasmo, su erudición y también la percepción de su sincero dolor ante la muerte de Bioy, hicieron que se me ocurriera regalarle mi ejemplar. Me parecía más justo que lo tuviera él y no yo. Es ese texto de Bioy, el que ahora publica la editorial La Compañía, acompañado con un hermoso ensayo del propio Lafon. Al recibir el libro, Michel tenía la alegría de un niño. Y yo, al regalar un libro inhallable de mi biblioteca personal, había cumplido mi buena acción del año, sino de mi vida. Siempre hay un beneficio secundario en estas cosas.