Pareciera que el fundamentalismo islámico siempre vuelve. Se lo golpea fuertemente en Afganistán, Yemen o Somalía, para resurgir ahora con una fuerza inusitada en Irak y Siria. Las horrorosas noticias que llegan de esos parajes ubicados al norte de la mítica Mesopotamia, conmueven a todos por igual. A Occidente, con los EE.UU. a la cabeza, por la crudeza de las imágenes de decapitaciones y verdaderos genocidios cometidos contra minorías cristianas o yazidíes, pero también por la seducción fanática de muchos hijos europeos de aquellos inmigrantes musulmanes que hace años huyeron del hambre y de otras guerras para instalarse en los países que supieron ser sus metrópolis coloniales. A Rusia y China, porque temen que sus propios patios traseros islámicos, los muy disgustados y rebeldes chechenos y uigures, sigan el ejemplo y el camino del naciente EI, antes llamado ISIS. A Irán por su rivalidad permanente entre su interpretación chiíta de aquella fe y la sunita exagerada de estos nuevos protagonistas centrales del fanatismo religioso. A Turquía y otros países musulmanes más moderados por la fascinación que entre muchos de los seguidores del profeta Mahoma produce la constitución de un califato que los una a todos, al mejor estilo de los primeros años cuando esa religión, por entonces nueva y poderosa, se extendía como mancha de aceite en territorios antes paganos o cristianos. A los kurdos, etnia sufrida si las hay repartida entre Irak, Irán, Siria y Turquía, porque este engendro medieval amenaza la incipiente autonomía que prácticamente por primera vez ellos gozan en el norte del país que antes gobernaba tiránicamente Saddam Hussein. A Israel, por la sola posibilidad que un estado archienemigo, que desea más que nada su aniquilación, se consolide en sus fronteras y acceda a los muy peligrosos arsenales, armas químicas incluidas, del cada vez más debilitado dictador sirio Al Assad. Y sigue la lista…
Pocas veces en los últimos tiempos ha existido tanta unanimidad en el planeta. Tal vez sólo equiparada a la operación del año 2001, orquestada por presión de Washington contra el Afganistán talibán, verdadero santuario de Al Qaeda y Bin Laden, después de los devastadores ataques suicidas del 11 de septiembre. En los últimos días, Obama ha conseguido que casi cuarenta países, entre ellos todos los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU (el verdadero poder del mundo en que vivimos) apoyen, o al menos no veten esta alternativa de represión bélica.
Seguramente con tanto en contra, este experimento que atrasa al menos medio milenio, no podrá resistir mucho desde lo militar. Pero como la Hidra, esa serpiente monstruosa que según la mitología griega regeneraba por dos cada cabeza que se le cortaba, es probable que en un tiempo asistamos en algún otro rincón del enorme mundo musulmán a un resurgir de estos fanatismos. Occidente, el mundo judeo-cristiano, incluyendo a la ortodoxa Rusia, tiene que analizar las causas profundas de tanto odio y revanchismo. La solución armada contiene y posterga en algo el problema, pero no lo soluciona. Lo mismo las amplias mayorías musulmanes moderadas. No puede continuar ese dilema existencial, en que la única alternativa a los dictadores hipercorruptos y despóticos o a los monarcas absolutos, sea caer en el fundamentalismo. Ellos merecen un destino mejor en esta tierra. Poder lograr compatibilizar su profunda y sincera fe en Alá y su profeta con el respeto a las libertades y la tolerancia al que piensa, siente o es diferente. Tal vez el camino sea el que señala desde el Vaticano, el argentino más influyente de la historia. Entender que todos los credos, especialmente los monoteístas, creen en el mismo Dios y tienen que predicar el amor como único camino para alcanzarlo. Si las religiones son la causa de división, habrá que conseguir que se transformen en motivo de unión y como dijera Francisco al plantar uno de sus tantos Olivos de la Paz, dedicarse a construir puentes en vez de levantar muros. Tal vez la solución sea así de simple.
*Analista internacional.