Otra vez dos películas de cine de avión. Tenía por delante nueve horas a México y me vi para pasar el rato, soportando la paciencia de los motores, la de Tarantino –que me daba fiaca ir a ver en el cine– y Vice –a la que pensé ir a ver en el cine pero siempre se me hizo tarde–. La de Tarantino parece una película crepuscular: da la impresión de ser un guion atomizado que necesita en algún momento una voz en off –hubiese sido genial que hubiera sido la de Mariano Llinás– para explicar los vaivenes del guion que, por otra parte, es bastante sencillo.
No es como, para poner un ejemplo, El Topo, basada en la novela de John Le Carré. Que hay que verla seis veces para entenderla, aunque no por eso se disfrute menos. Un ciego entra a una cocina y agarra un rallador con las dos manos y dice: “¿Quién mierda escribió esto?, no se entiende nada”. Algo de eso tiene El Topo. Pero no la dan en los aviones.
La de Tarantino: historia de actores –actor principal y su doble–, una amistad poco creíble, es decir, tal vez así sea la amistad en los Estados Unidos, pero acá no cuaja. Tarantino se cita a sí mismo constantemente y el Roman Polanski que aparece me recordó a Gerardo Romano caracterizado para hacer el Che Guevara en una serie argenta: desastre.
Vice, por el contrario, es la historia de Dick Cheney, alguien que sin duda está bastante cerca del pensamiento político de Tarantino. El también desprecia a las mujeres y a los chicanos y ama la violencia. Pero la película donde se lo retrata es más potente, casi de vanguardia para ser una biopic.