También este año, como en los tantos que llevo vividos, me desentendí por completo de la entrega de los Oscar. He sabido, sin embargo, que hubo una frase que soltó Sean Penn durante la ceremonia en Hollywood que produjo bastante revuelo. Al anunciar el premio a la Mejor Película, y en referencia a su amigo Alejandro González Iñárritu, Sean Penn exclamó: “¿Quién le dio la residencia a este hijo de puta?” (Clarín tradujo “residencia”; La Nación, “permiso de trabajo”).
González Iñárritu rio. Pero hubo otros que no rieron. Y que además de no reír, se indignaron y soltaron sus acusaciones por xenofobia y por discriminación. Nora Sándigo, por ejemplo, directora de la organización Fraternidad Americana, aleccionó a Penn y al mundo: “Fue un comentario muy rudo. Lo que en realidad debió haberle dicho es ‘qué bendición que hayas recibido la residencia. Cuánto honor y gloria les estás dando a México y a Estados Unidos’”.
Es notorio, desde hace tiempo, que los protocolos de lo políticamente correcto se ocupan con abnegación de impedir el pensamiento. Su pasión por la consigna, lo literal, la moraleja, su fervor de monosentido y su amor a la obviedad parecen haberlos inhabilitado incluso para la sencilla operación mental que requiere una ironía. Se supone que los impulsa un afán de concientización. Pero las cosas que se dicen no existen sino en la forma en que son dichas. Y bajo el régimen de lo políticamente correcto, el esclarecido de los contenidos tiende a ser un tarado de las formas.