Mala gente, las hormigas; desagradables e indeseables. No tanto como otros bichos de seis patas que yo me sé, ejemplo los dictiópteros vulgo cucarachas; no tanto, pero enojosas y molestas. Las hay de varios tipos: están las chiquititas coloraditas, tenaces y ubicuas que aparecen en las cocinas y que las amas de casa conocemos tan bien y odiamos hasta el caracú. Eventualmente una termina por erradicarlas pero no: a la primavera siguiente vuelven a aparecer y te invaden la mesada. Están las que se comen los cimientos y hacen montañitas en los rincones y una tiene la seguridad de que la casa se le va a venir encima, sin contar con el asqueroso olor a ácido fórmico. Y están las de jardín que se comen la ligustrina y las hojas tiernas de los jazmines. Y una las odia. A todas las odia. Yo las odio, a punto tal que no puedo mantenerme neutral y observarlas o despegarme de la aversión y pensarlas con detenimiento. Pero (qué sería de estos artículos sin los “pero”, me pregunto) sentada en el jardín tratando de encontrar un poco de brisa, de fresco, de algo que calme el calor aplastante me veo observando a una hormiga. ¿De las chiquititas, de las de cimientos, de las que se comen los jazmines? No, me parece que no: es negra y más gorda que las de la ligustrina. Y no sabe para dónde ir. Recorre una baldosa, llega a la juntura con la otra baldosa, se vuelve, vuelve a pasar por los mismos lugares y vuelve a volver. Para mí que es idiota. Si está perdida o desorientada bueno, a mí qué, que se muera, porque no tengo ni las ganas de levantarme y pisarla; allá ella con su suerte. Va, viene, vuelve, da vueltas, me tiene harta. Voy y le doy un pisotón. No, no voy nada. Pasó a la otra baldosa, y a la otra y se ve que va a usar su corta vida para ir y venir y no llegar a ninguna parte. Tendría que aprender de sus primas hermanas, las de la ligustrina. Esas sí que saben vivir, tanto que hasta figuran en las fábulas. Y no te digo nada en los manuales de ciencias naturales, biología, botánica, ah no, botánica no, lo que sea. Eso que le enseñaban a una en primer año de la secundaria. Están organizadas; las hormigas digo, en hormigueros y tienen reina y todo. ¿Ve? Eso ya es más atractivo. Desde el punto de vista teórico, claro. ¿Cómo se llevarán las hormigas súbditas con sus reinas? ¿La amarán? No, qué la van a amar. En todo caso le tendrán una envidia espantosa. Y con razón: ellas dale que dale todo el tiempo trabajando y la reina meta comer jalea real y bocados exquisitos endulzados con jugo de áloe vera. No, no se comen el áloe. Con otro jugo vaya a saber cuál. Además la reina pone huevos y cría hormiguitas y las obreras súbditas no ponen huevos y tienen que alimentar a las crías de la reina: una cucharadita para mamá, una cucharadita para papá. Ahora que lo pienso, nunca se habla del papá en el caso de la organización de un hormiguero. ¿Dónde está? ¿No está? En el caso de las abejas sí está, ¡y cómo! Bueno, lo del hormiguero es un misterio y está bien que así sea: todo misterio es atractivo. Sigamos: la única ventaja que tienen las obreras que se comen la ligustrina es la silueta. Laburan tanto que siempre están flacas y divinas, en cambio la reina vive y muere gorda de huevos puestos y por poner. Si yo fuera hormiga, Dios libre y guarde, encabezaría un levantamiento masivo en el hormiguero: “¡Basta de privilegios, hermanas! Todas queremos poner huevos. Ocho horas de trabajo cinco días por semana, ¡muerte a la reina!”. ¿No será la desorientada que corre por las baldosas una fugitiva del poder? La miro con simpatía y me voy adentro porque me parece que va a llover.