Cuando yo era chico, había en mi casa varios libros de un tal George Mikes (1912-1987), un húngaro que escribía libros humorísticos sobre las particularidades nacionales. Escribió 44, incluido uno sobre América Latina (How to Tango), pero el más famoso es How to be an Alien, donde se burla de los ingleses y de las dificultades de adaptación a las islas que sufre un extranjero mediante frases del tipo “La única manera de comer bien en Inglaterra es desayunar cuatro veces por día” o “Los europeos tienen sexo, los ingleses tienen botellas de agua caliente”. Mikes había sido enviado por un diario húngaro a Londres en vísperas de la Segunda Guerra y, a pesar de esos problemas para satisfacer necesidades básicas, se quedó a vivir allí hasta su muerte y se evitó a los nazis y a los comunistas.
Ese no fue el caso de un compatriota suyo, Antal Szerb, nacido en 1901 en el seno de una familia de judíos convertidos al catolicismo. En los 30, Szerb era ya un escritor conocido, hablaba seis idiomas y conocía la literatura universal como pocos. Viajaba por el mundo, pero vivía en Budapest bajo el longevo régimen antisemita de Hörty, que entró en la guerra como aliado del Eje e intensificó la persecución a los judíos. Szerb vivía clandestino y publicaba con seudónimo pero, aunque tuvo varias oportunidades de escapar, decidió quedarse y afrontar el destino de los suyos, que en el último año de la guerra, ya bajo la ocupación alemana, incluyó la deportación y el exterminio (nunca deja de impresionarme la fruición con la que los nazis siguieron asesinando judíos cuando ya estaban perdidos). Szerb murió apaleado en el campo de concentración de Balf.
Hoy es muy difícil encontrar un libro de Mikes en castellano (en la web se afirma que nunca se tradujo, lo cual es falso) pero se acaba de publicar en la Argentina uno de Szerb, El paraíso opuesto (1942), que se une a otras dos novelas traducidas: La leyenda de Pendragon (1934) y El viajero bajo el resplandor de la luna (1937). Los tres libros bastan para probar que Szerb fue uno de esos grandes talentos de entreguerras (me vienen a la mente Joseph Roth o Alexander Lernet-Holenia) nostálgicos de la pax austrohúngara y que produjeron parte de la mejor literatura del siglo. Pendragon es un policial fantástico que hace pensar en Evelyn Waugh, protagonizado por un húngaro perplejo ante ingleses y galeses: es de una fluidez narrativa extrema y de una alegría contagiosa que permiten introducirnos en el complejo y sofisticado universo de Szerb. Este puede alcanzar la intensidad sexual y la gravedad vitalista de El viajero... tanto como la comicidad ligera de una comedia de enredos en torno a un golpe de Estado como El paraíso..., que parece un homenaje a Casanova imaginado por Lubitsch. Szerb escribía estas exquisiteces bajo la pesadilla nacionalsocialista, como si su estrategia para combatirla fuese ignorarla, o mejor, subsumirla en un deseo universal de muerte cuyos indicios aparecen en la religión, el mito, el psicoanálisis y el arte desde principios de la Historia.
Hace unos días leí una columna del escritor argentino Luciano Lamberti en la que proclamaba su hartazgo por la literatura nacional del momento y la necesidad de que haya escritores felices. Leer a Szerb puede servir para aclarar la idea.