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Ilegalidad para conseguir legalidad

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Arrepentido. Una ley aprobada por el Congreso, que plantea muchos dilemas. | Telam
Se aproxima fin de año y una de las cuestiones que estuvieron presentes desde enero de 2016 fue la justicia. Se habló de su hiperactividad y de su ineficacia para resolver los casos. Muchos sectores reclaman una reforma integral del sistema bajo la premisa de que no se cambió nada. Pero algo se hizo. El tema es qué y cómo. Porque las políticas públicas en esta área tienden a seguir la lógica de no encarar soluciones de fondo sino tomar atajos que funcionan a modo de “parches”. Este hábito, lejos de aumentar la eficacia de la Justicia, no tiene el efecto esperado. Incluso a veces, logra el adverso. En otras palabras, la legislación comenzó a dar pasos preocupantes porque el Estado apela a la ilegalidad para obtener algo de legalidad. Parece un juego de palabras. Pero no lo es. Algunas leyes recientes, como la ley del arrepentido, de delitos complejos y el proyecto de extinción de dominio, son ejemplos vivos de cómo el Estado recurre a blanquear delitos para suplir el mal funcionamiento judicial.

El Estado, que tiene el monopolio legítimo de la fuerza, es decir que puede hacer todas las leyes que quiera y en ese contexto trabajar sin ningún tipo de límite, sin embargo, a través de nuevas herramientas legales, admite pactos que o bien reducen derechos o lisa y llanamente rozan la ilegalidad. Ante la indignación de la sociedad civil frente a la corrupción, exigiendo que los funcionarios que cometieron delitos devuelvan los bienes robados, el Estado plantea la extinción de dominio. ¿Qué significa esto? La ley hasta ahora dice que un bien sólo se puede sacar tras una condena firme. Pasa que en Argentina casi no hay condenas. Por lo tanto, los bienes no se recuperan. El proyecto de ley de extinción de dominio prevé que la propiedad se pueda quitar antes del fallo.

Es decir que en vez de que la Justicia funcione de forma eficiente y rápida, se tomaría un atajo que pone en riesgo los derechos ciudadanos porque nadie nos libra de la arbitrariedad posible de un juez.

La ley del arrepentido y la de delitos complejos directamente constituyen un pacto del Estado con los delincuentes. El arrepentido supone un acuerdo entre la legalidad estatal y un imputado que se convierte en fuente judicial de verdad a cambio de algún beneficio. La ley de delitos complejos regula la figura del agente encubierto, del agente revelador y del informante.

Más allá de esos nombres, su traducción literal es que el Estado autoriza que algunas personas caminen por la ilegalidad a cambio de una legalidad posterior. Ellos pueden cometer delitos autorizados por la Justicia para que el Estado pueda sancionar esos mismos delitos. Por ejemplo, un policía disfrazado de agente encubierto para no despertar sospechas puede violar la ley con el único objetivo de llevar información al juez y al fiscal. Otro policía puede, apañado por la ley, fingir interés en comprar drogas para que la Justicia descubra una organización de narcotraficantes. También, en vez de descubrir una infracción, pueden comprar información o documentos con el riesgo latente de ser parte de la infamia.  
La paradoja es que nuestra Justicia en general se choca con los delitos y no los descubre, construye lejanía con el caso y con la sociedad civil, tarda demasiado tiempo en resolver, somete a proceso pero no enjuicia; las sentencias, aun cuando son legales, no son percibidas como justas. La respuesta a ese panorama se limita a colocar “parches” que rara vez funcionan. Pero que traen consigo un riesgo ya que, con tal de hacer algo frente a la ineficacia judicial, el Estado inició un camino que privilegia reducir derechos a atacar el problema de fondo. Renunciando incluso a su componente ético en la medida en que recurre a fuentes ilegales en busca de algo de legalidad. Mientras tanto, los delitos aumentan, los derechos se encogen y la impunidad sigue reinando.

*Autores de La cara injusta de la justicia
(Editorial Planeta).