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Imponiendo al capital

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George Orwell enumeraba algunos de los ministerios que en su obra 1984 mostraban las esperanzas depositadas en su mera enunciación: del Amor, de la Abundancia, de la Verdad o de la Paz. Si eso fuera la solución, en lugar de un gobierno de científicos, quizás habría que probar en el caso argentino con que manden los creativos y periodistas. Hoy, que en la Argentina se celebra el Día del Periodista, un buen titulero de un diario o un hábil tuitero elevaría el bienestar de la población y garantizaría mandatos vitalicios al poder de turno. Pero no es tan fácil.

En la hoja de ruta de la coalición del Gobierno figura la recreación de un nuevo pacto social. Con la caída de la actividad agravada por los aislamientos obligatorios por las medidas para contener la pandemia, a nadie sorprendió que la luz al final del túnel vaya articulándose en el discurso oficial de barajar y dar de nuevo. Sería muy raro que, luego de casi cinco décadas de estancamiento económico, alguien pensara en la restauración del orden tradicional como la mejor salida. Pero armar desde cero un “contrato social” no empieza ni se agota en un paper y, menos aún, en elaboraciones de la matriz-insumo producto de difícil concordancia con la realidad.

En este medio siglo de frustraciones, hay hilos conductores que, aun bajo gobiernos de signos políticos opuestos, se fueron profundizando. A veces como meta buscada, muchas otras como un efecto no deseado pero previsible de voluntarismos de todo tipo. Por alguna razón, los factores de producción vieron mermada su retribución de equilibrio (suponiendo que debería igualarse a su productividad). No es ilógico que la consigna de una sociedad que fue perdiendo la esperanza del desarrollo como la diagonal para eludir los problemas de escasez haya visto acentuarse las pujas distributivas, llegando al punto de agotamiento del sistema en que todos los factores se sienten perdedores. En el corto plazo, la resignación a un escalón menor de ingreso como algo momentáneo y la reformulación de “mejoras de Kaldor” (el plus de la nueva situación de los “ganadores” alcanza para retribuir en parte la pérdida de bienestar de los “perdedores”) mitigaron la frustración. Pero a medida que el modelo se agotaba y el sube y baja de la actividad curiosamente coincidía con los años impares (electorales), el promedio se iba acercando peligrosamente a 0% de crecimiento en el PBI por habitante. La caída de la inversión a niveles casi incompatibles con la reposición del capital coincidió con la erosión del ahorro interno, volcado por una inflación dura de bajar a la formación de activos externos en todas sus formas. Que el año pasado, en medio de la inestabilidad de un cambio de gobierno, casi 4 millones de ciudadanos hayan comprado dólares marca a fuego la debilidad del sistema financiero, uno de los más frágiles de América, incluso comparándolo (en porcentaje de activos financieros en relación con el producto) con nuestros vecinos. La mitología de la fuga de capitales se estrella acá con una realidad más contundente: billete que va a parar al colchón, la caja de seguridad o la transferencia internacional se sustrae al crédito al sector productivo.

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Por su parte, la pobreza estructural acumulada en este mismo período encuentra parte de su explicación en la fragmentación de mercado laboral, que hoy muestra una tasa de desempleo abierto del 10%, casi la mitad de los ocupados en el sector privado y la otra mitad entre cuentapropistas, empleados públicos e informales. Con salarios con mucha sensibilidad a la crisis y una maraña de reglamentaciones y una carga impositiva que desalientan la creación de empleo formal privado. Uno de ellos es que, a diferencia del mercado norteamericano, con un seguro de desempleo estatal casi automático, que generó 22 millones de nuevos desocupados (42 millones en total), la red de contención real solo funciona para los empleados formales (mediante indemnizaciones) y algunos pocos sectores (como el de la construcción).

El verdadero desafío del Gobierno no es el de decir que habrá un nuevo pacto social sino el de poner a disposición de la sociedad un contexto de diálogo y discusión para replantearlo. Claro que, además de los equilibrios posibles y difíciles entre el capital y el trabajo, tendrá que poner su propia performance en esta balanza: cuánto gastará (su estructura), cómo lo hará (su eficiencia) y cómo se financiará (la presión impositiva). Es lo que debería llevar, por su parte, a una mesa de negociaciones tan inminente como necesaria.