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DESEOS Y REALIDADES

Incoherencias políticas

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La política es un arte difícil, porque sus reglas de juego (no las jurídicas) son contradictorias.
Todos queremos poder consumir, un ambiente de libertad, respeto y, secundariamente, cierta dosis de igualdad. Si un gobernante quiere ser amado, debe facilitar el consumo. Pero si lo hace en condiciones económicamente desfavorables (que le serán imputadas como su culpa), compromete el futuro y genera una catástrofe contraproducente en términos de apoyo popular. En ese caso, es aconsejable bajarse del tigre justo antes de la dentellada, oportunidad de oro que no siempre es advertida.
Todos queremos una sociedad honesta, pero tolerante con nuestras propias debilidades y con las de nuestros amigos y parientes. Las campañas políticas insumen cantidades enormes de dinero. A falta de un control eficaz (que difícilmente podría ejercerse desde la política misma), quien más hábilmente se salta las reglas adquiere una ventaja, que el ulterior ejercicio del poder contribuye a convalidar.
Todos queremos gobernantes inteligentes, probos y comprometidos con las ideas por las que fueron elegidos. Pero a la hora de votar no perseguimos mayoritariamente ese deseo. A veces castigamos con el voto a quien no nos proveyó el anhelado consumo. Otras veces apoyamos a un candidato simpático, que nos hace promesas vagas y difíciles de cumplir. Ponemos en nuestro voto la fuerza de odios y amores por cuya justificación racional nos preguntamos poco.
Todos queremos bajar la inflación, eliminar la pobreza, desarrollar la industria, tener pleno empleo, asegurar educación y salud de calidad para todos y no depender de condicionamientos externos. Todo eso no crece en los árboles ni alguien nos lo da al fiado: tiene un costo que es preciso pagar antes, en un tiempo en el que la sábana corta obliga a definir prioridades y aguantar insatisfacciones. Pero no aceptamos esta realidad: cada uno de nosotros se considera (justificadamente) víctima de la situación, aunque sin tomar en cuenta que los hechos son como son y que, en consecuencia, la suma de insatisfacciones, necesidades y penurias acaba por traducirse en una puja distributiva donde alguien siempre pierde.
Una manera ficticia, pero común, de escapar de aquella tenaza fáctica es buscar culpables: seguramente, se ha llegado a una penuria porque alguien no hizo, o hizo mal, lo que debía hacerse. Es imposible refutar esa afirmación: nadie es perfecto y muchos son sumamente imperfectos; nadie es omnisciente y muchos son chambones. Además, en la adopción de decisiones –delitos aparte– hay opiniones encontradas, cada una sostenida por quienes, a regañadientes, aceptan las soluciones democráticamente resueltas pero nunca demostradamente correctas sino, en el mejor de los casos, abonadas por argumentos ampliamente compartidos. Pero, por justificada que sea, la atribución de culpas solo puede servir para condenar –jurídica o políticamente– a las personas que en ellas hayan incurrido, no para sustituir ni aliviar la responsabilidad de hacer frente a los hechos.
No pretendo sostener aquí una línea política determinada: al pueblo soberano corresponde decidirla. Pero sí destacar que la magia no existe y que, si queremos obtener resultados apetecidos, deberíamos desterrar la incoherencia, el ventajismo y la soberbia para debatir nuestras ideas con realismo y seriedad.

*Director de la Maestría en Filosofía del Derecho (UBA).