A comienzos de los 90, cuando el programa de Neustadt en sólo dos horas acumulaba más rating que el que consigue TN sumando todos sus programas en una semana, el ultradinosaurio y entonces ultramenemista Alvaro Alsogaray acusó a Editorial Perfil de “terrorismo mediático” por sus incesantes críticas a Menem. No había pasado tanto tiempo desde la recuperación de la democracia, por lo que la palabra “terrorista”, y más en boca de una persona como Alsogaray, evocaba el lenguaje de la dictadura militar.
Pero bien entrada la segunda década del siglo XXI, y en pleno apogeo de las redes sociales, hablar de “terrorismo mediático”, primero indica la edad de sus verbalizadores, la suficiente como para haber atravesado la dictadura militar con alguna adultez (sólo 15% de los argentinos tienen más de 60 años), y luego su falta de actualización.
Sin dudas TN, como el programa de Neustadt en los 90, es una herramienta de acción política y, en su conjunto, los medios del Grupo Clarín tienen una posición tan determinada como aquella de Neustadt, que con su prédica fue funcional al rumbo de la economía menemista. Pero resultaría ingenuo creer que se privatizaron las empresas públicas por el terrorismo mediático de Neustadt cuando también por entonces se privatizaron empresas públicas (aunque de mejor forma) en Brasil, México, España, gran parte de Latinoamérica y muchos otros países. Como también resulta simplificador achacar el progresivo divorcio entre la inmensa mayoría de la clase media y la Presidenta a la prédica del Grupo Clarín cuando al mismo tiempo Dilma corre riesgo de juicio político por corrupción en el Congreso de Brasil y Maduro, en Venezuela, está cada vez más cerca del abismo. El fin del ciclo de la ola populista no es producido por Clarín, aunque pueda ser su mayor festejante y beneficiario.
Es triste ver a Carrió vociferar frente a los micrófonos o a diputadas macristas vivir directamente en los estudios de TN, pero la marcha por Nisman no la fabricó Clarín sino el estado de ánimo de gran parte de la sociedad y los errores de Cristina Kirchner, que la potenciaron.
Este diario no adscribió al impulso demagógico de canonizar a Nisman ni al elogio desmedido a los fiscales que organizaron la marcha en su memoria junto al sindicalista Julio Piumato. Sobre la mayoría de ellos publicó críticas y marcó sus omisiones mientras fueron cercanos al oficialismo. Destacó también el oportunismo mediático de algunos integrantes de la oposición, así como criticó las exageraciones de los medios sólo opositores que terminan siendo funcionales a la victimización del Gobierno. Pero llamarlos terroristas mediáticos es otro síntoma de la confusión que reina en el mundo K, como ahora llamar “partido judicial” y antes “partido del campo” a quienes comparten sólo intereses corporativos.
Cuando en 2008 fue la crisis del campo y por primera vez el kirchnerismo se enojó con Clarín, después de cinco años de ser aliados, atribuyó sus simpatías con los ruralistas a que un accionista de Clarín tiene campos en Corrientes o que junto con el diario La Nación realiza una exposición agraria, o que por tener suplementos con publicidad del sector agropecuario cuidaba a sus anunciantes. Argumentos totalmente secundarios frente al riesgo vital que para un diario de la masividad de Clarín o canales de televisión y radios que lideran el rating tendría ir en contra del sentimiento mayoritario de la audiencia. Siempre queda espacio para la microsegmentación: por ejemplo, el de Víctor Hugo sigue siendo el programa de más rating de radio Continental, pero ésta va cuarta entre las AM y no está entre las diez primeras si se consideran también las FM.
Es más lo que la sociedad cambia primero a los medios que lo que los medios, que también influyen, cambian a la sociedad. El aumento de rating que tuvieron los canales con la transmisión de la marcha por Nisman refleja que el interés de una parte muy importante del público estaba –literalmente– en sintonía con el de los medios “terroristas”.
Y aquí emerge un oxímoron, porque en general se presume que apela al terrorismo una minoría para conseguir por la violencia lo que no podría conseguir con la persuasión. Y aunque no imposible, resulta más difícil imaginar un terrorismo de la mayoría contra la minoría porque siempre dispondría de medios legales para condicionarla.
En la poética de su relato, el kirchnerismo tropieza con una inflación de significantes, donde “terrorismo mediático”, “golpe blando” y “partido judicial” desgastan su significado. Se desnuda un relato que se vacía de sustancia y tiene que apelar al sensacionalismo para lograr acaparar un mínimo de atención. Mientras que lo contrario, un eficientemente elegido silencio, permitió a quienes marcharon por Nisman enarbolar múltiples significados.
Pero el problema no es semántico sino político, porque cuando se está en el ciclo final sólo se puede seguir descendiendo: “Néstor hace pis”, interpretó autodestructivamente un kirchnerista la lluvia, y al revés, la misma lluvia puede ser resignificada como una metáfora del 25 de mayo de 1810 y un pueblo que quiere saber de qué se trata frente al Cabildo.
Que el kirchnerismo apele al lenguaje castrense, que sólo dinosaurios como Alsogaray usaron en democracia –juntamente con comparar al “partido militar” con el “partido judicial”–, es una parábola perfecta de cómo las decadencias homogeneizan y el opuesto termina siendo fuente del opuesto.