Todavía queda gente como yo: no creyentes de mentalidad liberal que respetamos todas las creencias pero, por un mal funcionamiento de nuestro órgano metafísico, no las compartimos. Respetamos las instituciones religiosas y a sus jefes (mientras no impartan órdenes que contradigan precisamente los principios liberales que nos obligan a respetar su fe). También sabemos que, desde hace siglos, las Iglesias son protagonistas activas de la política terrenal. En algunos casos, como el de las repúblicas islámicas, Iglesia y Estado no están separados como, por lo general, sucede hoy en Occidente para fortuna y seguridad de quienes no creen.
Un no creyente respetuoso de las creencias ajenas eventualmente puede sentir fastidio frente a palabras autorizadas por una legitimidad que se presenta como trascendente. Los no creyentes somos inmanentistas. Para los no creyentes, el sujeto de la política se define como ciudadano, pueblo, nación, según cuál sea la filosofía política que sigamos. Nada hay detrás de esos conceptos salvo su elaboración secular (terrenal y prolongada). Y los valores que defendemos también son inmanentes: los derechos humanos, la libertad, la igualdad, la solidaridad y la justicia se sostienen en su propia construcción filosófica e histórica. Hace muchos años, en una conferencia de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, Norberto Bobbio pronunció una frase incómoda e inolvidable: “No hay fundamento trascendente para esos valores. Pero son lo mejor que hemos encontrado en una búsqueda de siglos”.
Muchos, como yo, hemos aprendido a pensar la política con filósofos como Bobbio. Hemos aprendido que somos iguales porque no hay mejor forma de concebir nuestras diferencias que esa igualdad, que no nos llega desde arriba por ser hijos de algún ser extraterrenal, sino que (como lo demuestra la historia) tratamos de sostenerla después de siglos de guerras, entre ellas, de encarnizadas guerras religiosas. Creemos que ni la justicia ni la igualdad tienen un fundamento exterior. Por el contrario, al comprobar lo difícil que es alcanzarlas o sostenerlas, estamos convencidos de que se sostienen precisamente sobre la acción de los hombres, siempre precaria, incompleta, acuciada por el fracaso.
No hemos sido insensibles a ideologías y políticas del jefe de la Iglesia Católica. Sabemos que hubo refinadísimos teólogos como Ratzinger, reformadores como Juan XXIII, y hombres muy dados a la política como Wojtila, que se preocupó por los asuntos internos de Polonia tanto como hoy preocupan en Casa Santa Marta los de Argentina, hasta el detalle de que Francesco pide que se recuerde a Leopoldo Marechal.
El Vaticano estuvo presente en coyunturas peligrosas de nuestro país. Fue diplomático hasta la parsimonia frente al terrorismo de Estado, lo que permitió que hubiera curas argentinos junto a los militares y curas valerosos. Intervino en son de paz cuando Juan Pablo II visitó la Argentina durante la Guerra de Malvinas. Y envió al cardenal Samoré como mediador cuando la dictadura parecía dispuesta a entrar en guerra con Chile. Como entonces observó el poeta Daniel Samoilovich, la misa en la catedral “estaba llena de ateos, judíos y marxistas”. Yo entre ellos.
Pero hoy suceden cosas novedosas. El estilo de Wojtila no nos recordaba nada próximo: era un populista-nacionalista-antisoviético polaco, pero eso no significaba mucho para la mayoría de los argentinos. Bergoglio, por el contrario, nos recuerda tanto la “argentinidad” (barrio, tango, fútbol, peronismo, giros del lenguaje) que, si no fuera el papa Francesco, cualquiera lo definiría como populista. Que se me entienda: no simplemente en el sentido del populismo como régimen político, sino como una sensibilidad y una cultura que trasciende la política, pero es su casi invariable sustrato.
Si quienes no somos creyentes caemos, por añadidura, en la desgracia de no ser populistas (en la Argentina esto es una desgracia, ya que uno queda apartado del “ser nacional” casi mayoritario: se es populista por izquierda y por derecha), nuestra colocación frente a las intervenciones del Papa tienen la incomodidad que suele asaltar a los que están siempre criticando aquello que le gusta a casi todo el mundo.
También a la opinión pública occidental le gusta el Papa. Ha sido propuesto para Premio Nobel de la Paz. Espero que no tenga la mala suerte de Obama, porque ganarlo tan temprano en su reinado confirma más el impacto emocional que el juicio. Aunque, pensándolo bien, muchos volvieron a rezar porque llegó Bergoglio a San Pedro. Esa fiebre de catolicismo merece el Nobel antes de cumplir dos años en Roma. Imagínense la emoción y el llanto, la felicidad del cuerpo a cuerpo y los abrazos en la plaza frente a la basílica, los vuelos chárter desde Buenos Aires repletos de intendentes sciolistas y massistas, los afiches, los días y días de televisión.
Mis dudas quedan tranquilas en un aspecto. Bergoglio eligió como nombre Francesco, pero antes se formó en la disciplina que enseña a callar y jugar sólo en el momento adecuado. Pese a las insinuaciones que le lleguen y a esa costumbre tan nacional de pedir cosas a través de los diarios (“… sería lindo que el Papa mediara en el conflicto por Malvinas, etc.”), no va a incurrir en el doble juego de parte interesada y soberano urbe et orbi. Ama la celeste y blanca, pero es inteligente. No se llega tan arriba sin saber que la argentinidad tiene el límite de su cargo.
Ultimo momento. La revista Fortune eligió al Papa como “el hombre más influyente del mundo”. El viernes, cuando se conoció esta noticia, los diarios también publicaron una maldición pontificia que fui a chequear en Radio Vaticana. Francesco condenó valerosamente a quienes sólo confían en las riquezas terrenales. Pero fue más lejos. Citó al profeta Jeremías: “Maldito el hombre que confía en el hombre, maldito el que confía en sí mismo”. Esta nota fue escrita antes de que Francesco nos recordara esa maldición bíblica.
Por hallarse de viaje, Jorge Fontevecchia no publica hoy su habitual contratapa.