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Instante infinito

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La cultura digital ha cambiado no solo hábitos, costumbres y formas de relación, sino las coordenadas del espacio y del tiempo. El escenario virtual se confunde con el real del mismo modo que un banco ensambla la gestión en red con la sucursal de ladrillo, al igual que el papel de los periódicos es un accesorio, un complemento; su versión digital es la nave nodriza. Lo temporal abona esta circunstancia, ya que internet de las cosas se puede interpretar como el tiempo de las cosas: a través de la voz o el teclado se sirve, a voluntad, cualquier pedido en el acto.

Cuando se habla de la abdicación de la política frente al capitalismo financiarizado que ejerce la gobernanza global, reclamando ideas y propuestas para la recuperación del mando, tal vez se obvie que los grandes programas, revolucionarios o no, desde Marx a Keynes, son procesos de un lento destilado y que poco tienen que ver con las herramientas tecnológicas y su desarrollo. La comparación lleva a pensar en competencia desleal. No se le puede pedir al buscador de Google un programa económico y social de cambio.

La nueva generación de comunicación móvil 5G, ya en marcha, proveerá una navegación cuarenta veces más rápida y vislumbra, como anticipa Manuel Castells, una nueva economía ya que pasaremos de unos 1.600 millones de objetos y máquinas conectados según el registro de 2014 a unos 20 mil millones en 2020.

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Borges llamaba cuarta dimensión a la memoria, pero podríamos ver esta situación con la misma perspectiva. Una escena que ya no es nueva ni novísima porque su misma dinámica ha superado la categoría de los superlativos. Es como vivir en el futuro de manera permanente: la atención ante el acontecimiento se ve distraída porque el porvenir inmediato despliega las alas ante nuestros ojos. Si no enajenara sería un “work in progress” creativo, pero el obstáculo a superar es la negación del presente: cuando aún no hay destreza adquirida para gestionar los nuevos instrumentos ya se vislumbran los venideros.

En el plano político, sería la revolución perfecta. El sueño de Trotsky, que concebía el presente como un tiempo sin duración, el momento revolucionario, el “ya mismo”.

En la revolución tecnológica el tiempo también se acelera, pero el espacio está ocupado por la tensión geopolítica del control de la nueva sociedad en red. Es decir, la guerra.

Un mientras tanto que se conjura en la vía pública, al igual que en las alcobas digitales, como el instante infinito. Porque las arterias de las ciudades también forman parte de una red que se complementa con las vías virtuales y, así, como éstas pueden dar rienda suelta a la pulsión sexual, también proyectan las ambiciones no correspondidas del sistema. No hay ningún estallido, ni en Santiago ni en Quito, ni en Barcelona que no esté sostenido y alimentado por la red. Así como en el mayo del 68 se trataba de conquistar lo imposible y, antes, asaltar los cielos, hoy se altera el sistema por cuestionamientos pedestres: salidas laborales, viviendas accesibles y sostenibilidad en un marco de una democracia abierta. Desde los jóvenes de Hong Kong a los chalecos amarillos de París pretenden lo mismo: representación y derechos plenos.

 Representación para que la felicidad sea un resultado de la política concretado con bienes tangibles y no un marco de publicidad frívolo. Derechos plenos para ejercer una ciudadanía sin ataduras. Mientras se intenta, desde el sistema, controlar la sociedad en el entorno digital, ésta se expresa en la calle desde la red en un instante infinito. Un instante estéril, al fin de cuentas que necesita un soporte distinto al que le brinda Google.

*Escritor y periodista.