Hace casi veinte años vivía en París y trabajaba de dar clases de castellano. Era un empleo más bien tranquilo: alumnos de nivel avanzado que no querían perder el idioma, empresarios que tenían que viajar a Latinoamérica a ocupar cargos en las empresas privatizadas, jóvenes que, en un viaje, se habían enamorado de un español o española y que querían hablar en la lengua de su amado o amada. La mayoría de las clases eran almuerzos en restaurantes elegantes (pagados por el instituto que me contrataba) y por lo general charlábamos de política, deportes, cine. Mi función residía simplemente en corregir algún error o darle alguna tarea para el hogar. Uno de esos ejercicios consistía en traducir un artículo, precisamente de la sección deportiva, de un diario argentino. Trabajé casi once meses, y en ese tiempo ningún alumno, ni uno solo, pese a su alto nivel, logró traducir esta frase: “La mató con el pecho y de volea la clavó en el segundo palo”. Es curioso, porque el fútbol es el deporte más popular del mundo, y sin embargo los diarios y las revistas especializadas están escritos con un lenguaje altamente sofisticado, por momentos críptico, inaccesible para el que no conoce del tema. E inclusive las conversaciones cotidianas –el lenguaje oral– están también cargadas de frases en clave y códigos secretos. ¿River va a jugar con un 4-4-2 o con un 4-3-1-2? ¿Es lo mismo un lateral-volante que un carrilero? ¿Ya no hay más enganches? Tengo al menos una decena de amigos que, puedo asegurar, no entendieron una palabra de las preguntas que acabo de hacer. Frente a esto, siempre me surge una duda: ¿por qué está aceptado que cuando se habla o se escribe sobre fútbol pueda utilizarse la lengua en su versión más sofisticada y, en cambio, cuando se habla o se escribe sobre temas culturales muchas veces se exige que sea entendible por todos, incluso por los que no les interesa la cultura?
Aparece inmediatamente la figura del intelectual/cartero, aquel que se presupone capaz de llevar la cultura “para todos”. Como si la cultura estuviera en un lugar, y su tarea fuera acarrearla, repartirla, transportarla hacia zonas y poblaciones donde no habría cultura. En nombre de esa supuesta democratización se encierra una idea aún más elitista y aristocrática (unos tienen cultura y otros no). Ocurre que por debajo de esas falsas buenas intenciones, el intelectual/cartero en verdad intenta disimular lo que es bien sabido: que su formación es muy escueta. Hay algo que no deja de sorprenderme, pese al paso del tiempo: la cantidad impresionante de intelectuales, escritores, ensayistas, profesores que no leen (o que leen muy poco). Estoy convencido de que una película se disfruta más si antes se vieron cien otras películas. Que un libro se vuelve más interesante si antes leímos muchos y muchos otros libros. Que ver una pintura se hace más rica si antes vimos otras obras.
El actual parece ser un tiempo en el que basta con la experiencia (concepto sobredeterminado si los hay y que, sin embargo, siempre es descripta de la forma más trivial): un escritor vive en un suburbio, toca la guitarrita, juega al fútbol, y lo suyo sería entonces simplemente “contar esa experiencia” sin necesidad de tener un pensamiento crítico sobre la lengua, sobre la tradición literaria, sobre el campo intelectual, sobre la sintaxis. “Cuenta lo que le pasa” y listo. O también: el intelectual supuestamente crítico del habla mediático, y que sin embargo va trazando sus intervenciones en función de la agenda de los medios: hoy un artículo sobre Cromañón, mañana uno sobre los 70, ayer otro sobre el conflicto en Gaza, sosteniendo su pensamiento (es decir: no sosteniendo ningún pensamiento) otra vez en la experiencia y en su opinión personal (una para cada tema), desprovisto del rigor de la lectura, de la relectura, de la puesta a examen de sus interpretaciones pasadas, del armado de una red teórica. Como pocas veces, éste es un tiempo populista y antiintelectual.