En los últimos tiempos ocurrió algo sobre lo que vale la pena reparar: el retorno de cierta palabra intelectual a la escena pública. Esta es una evidente época antiintelectual. Pensar supone entregarse a un tipo de temporalidad que habitualmente es despreciada por el discurso dominante de los medios audiovisuales y de la política, instalado en la lógica de la falsa urgencia y las operaciones de posicionamiento. Pero lo cierto es que, bien o mal, muchos intelectuales volvieron a tomar la palabra pública.
En estos días leí varios artículos, debido al reciente encuentro en la Biblioteca Nacional entre Kirchner y un grupo de intelectuales, en los que trataban a Horacio González y a la revista Confines de “intelectuales orgánicos”. En Perón. Reflejos de una vida, publicado hace algunos meses, González escribe: “Se propuso el poder. No, mejor decir: se propuso el mando. El poder ocurre entre estructuras y reglamentos. El mando sólo entre hombres y lenguajes”. Y más adelante: “La paradoja del mando es que no debe manifestarse en la orden (…) su lógica es la del anarquista de Estado”. El de González es un libro extraordinario, cargado de ideas que ponen a su autor en tensión con el universo al que adhiere. A la vez, Confines viene reflexionando seriamente desde hace años sobre el estatuto de lo contemporáneo y sobre una crítica al sentido común mediático. Suponer que tanto González como el grupo que integra Confines son intelectuales orgánicos por concurrir a un par de reuniones u ocupar un cargo menor significa simplemente desconocer qué fue a lo largo de la historia un intelectual orgánico y qué no. Eso no quita que, como es público y notorio, desarrollan un pensamiento al que se podría definir como “pan-kirchnerista”; es decir, una línea que ve en el presente argentino una oportunidad para reponer las herencias obturadas y refundar la política (habría que decir también que de sus textos surgieron frases que luego fueron reproducidas –habitualmente mal– por el discurso político oficial). Es un pensamiento con el que disiento, pero con el que es imprescindible debatir. Discutir implica cuestionar la existencia de una única gran dicotomía entre la derecha y el pan-kirchnerismo, para proponer una reflexión situada más a la izquierda, en la que se percibe al pan-kirchnerismo realmente existente como un sistema de limitaciones para la transformación social, antes que como uno de oportunidades.
Pero la toma de palabra pública de un intelectual no debería efectuarse sin una reflexión crítica sobre ese mismo acto. Criticar el lenguaje mediático reproduciendo ese mismo lenguaje supone una contradicción insalvable que evapora la carga crítica que se pretende llevar. La figura del intelectual pan-kirchenrista defendiendo a D’Elía en bochornosos programas de televisión, declarando en el Senado como perito de parte, o cierta teatralidad sobreactuada en las puestas en escena de la Carta Abierta terminan colocando al intelectual en un lugar levemente caricatural. A esta altura de la historia, no hay casi distinción entre el gesto sartreano y su propia parodia (y además, el intelectual sartreano es hoy un intelectual de mercado: el divulgador peronista del domingo).
Pese a esos reparos, se ha abierto una serie de discusiones clave: sobre la justicia (a la que el Gobierno se empeña en llamar “redistribución del ingreso”, reproduciendo la aséptica jerga liberal que publicita rechazar), sobre la política, sobre los medios de comunicación, sobre el sentido común derechizado y sobre la propia palabra del intelectual (confieso que todavía imagino al escritor como alguien solitario, irónico con el ruido de la época, intratable, erudito, siempre opositor). A diario leemos que la Argentina, a causa del conflicto del campo, estaría desaprovechando una fenomenal oportunidad histórica. No llevar a fondo estas otras discusiones implica desaprovechar una oportunidad aún mayor