La invitación parecía amplia y generosa, sin restricciones. Hasta convocaba a Cristina en una muestra de rara urbanidad. Ella, por supuesto, no respondió al convite, tampoco decidió asistir y, mucho menos, enviar un emisario o una delegación que la representara. Carece de tiempo para nimiedades formales, se ocupa de una insaciable vocación por hacer discursos y difundirlos en cadena, amontonar millas orales en busca de un premio posterior, como si se tratara de un oso que acumula alimentos para volver cuando pase el invierno. Cuesta saber, además, si tanta prescindencia obedeció al asco que le producen los organizadores (Momo Venegas, Mauricio Macri, Hugo Moyano) o al rechazo personal a quien más dividendos le extrajo en la vida sin pagar siquiera un mínimo canon a la propiedad intelectual: Juan Perón. No sólo la Presidenta se ausentó al estreno porteño de una estatua al general de su partido, también su identificada claque oficial desertó del homenaje y, por si fuera poco, objetó su realización. Hasta aquellos que juran ser los más peronistas de Perón, inclusive los que dicen haber matado por él o haber perdido compañeros por su causa. Intolerancia uno.
Si uno vuelve a la invitación de los organizadores, advertirá que citaban no sólo a Cristina. También a todos los ex mandatarios justicialistas vivos y elegidos en el último período democrático, uno de corta duración (Eduardo Duhalde) y otros de aparición y desaparición fulminantes en la Casa Rosada: Adolfo Rodríguez Saá, Ramón Puerta, Eduardo Camaño. Presidentes al fin, ninguno elegido directamente por el voto popular. Al revés de otro, consagrado además dos veces, Carlos Menem, de quien se olvidaron de participar por el trasiego burocrático de cartas, mails, celulares u otro tipo de servicio para cursar llamados. O por determinación deliberada, lo más probable, ya que para Macri, Venegas y Moyano –más un séquito de colaboradores y funcionarios que también colaboraron con el riojano en los noventa– una fotografía con Menem se torna más dañina que una instantánea con Cristina.
Presuntamente en la escala de su billetera. Omisión discriminatoria de quienes promueven la institucionalización perdida y que, en el caso del porteño jefe de Gobierno candidato, se vuelve más ostensible: en su momento, además de admirarlo, no se atrevió a ser su candidato a presidente cuando él lo postulaba. Hasta hace poco, sin embargo, por conveniencia, abjuraba de la cercanía peronista, lo perjudicaba según expresiones de sus laderos (a uno, Jaime Duran Barba, lo internaron hace días y se recupera). A su vez, Hugo Moyano, sindicalista práctico como pocos, adhiere a Macri con el mismo entusiasmo económico que antes se asociaba con Néstor y Cristina: en este caso, actúan juntos de acuerdo con los entendidos que mantienen por la basura de la Ciudad (y otros distritos), y a pesar de que el camionero se reconoció más de una vez amigo de Menem. En cuanto a Venegas, se desconocía que dispusiera de un peronómetro para descalificar participantes. Intolerancia dos.
Insistente. Exclusiones aparte, se distingue en este juego de vetos la clara insistencia de Cristina por acumular resortes de poder. Compite como candidata fantasma a las próximas elecciones desde el púlpito y la cadena, ofende con placer reiterado a quienes se agravian con su discurso, aunque más se concentra en fortalecer un anillo impenetrable a su denominado “proyecto” maniatando a cualquier sucesor en la Casa Rosada.
Habla por sí misma y se apoya en una multitud de seudónimos (Carlotto, Bonafini, Kunkel, D’Elía, etc.), habilita más personal propio en diversas áreas del Estado y saca de una cocina industrial leyes hasta ahora dormidas: si ya estableció cláusulas desde el Congreso para limitar el ejercicio del futuro mandatario –amputación del presidencialismo actual a favor de un parlamentarismo con protagonismo de su sector–, conviene detenerse en su goteo de normas nuevas. Las últimas: logró por unanimidad en el Senado (con los votos de la oposición, claro) el marco restrictivo para una negociación futura con los holdouts, al margen de lo que pueda expresar Mario Blejer, Juan Manuel Urtubey, el equipo económico de Macri o lo que piense Roberto Lavagna. Y aún falta la reglamentación que Ella le aplicará a la norma una vez que la apruebe Diputados. También, para los días venideros, promoverá una ley en materia de tierras que escandaliza a los devotos defensores de la propiedad privada.
Suma y sigue Cristina, ni atiende las encuestas ya que básicamente sólo aspira a que Aníbal Fernández triunfe en la provincia de Buenos Aires, sede de la concentración kirchnerista futura, y que su hijo Máximo logre una diputación nacional que lo obligue a una mudanza del Sur (aunque puede seguir el modelo de su padre, quien asistió como legislador a dos sesiones de la Cámara, una cuando juró y otra cuando se aprobó el matrimonio igualitario). Con esos logros, por ahora, le alcanza.
Este avance indisimulado que fija nuevos territorios de poder hoy parece enturbiar más a Daniel Scioli que a los otros dos contendientes opositores. Es que unos saben dónde se ubican en el terreno los escuadrones verdes y azules, enfrentados, mientras el postulante oficialista –si gana–dispondría en su propio seno, confundidos, a los soldados de ambos colores. Y, como son guerreros, habrá batahola. Se podía sospechar de este explosivo contubernio, pero pocos imaginaron que habría de exponerse antes de los comicios del 25. Ya está sin embargo en la superficie, manifiesto, unos especulan gobernadores peronistas versus la herencia cristinista, el remedo de los años 70 en que se vivieron conflictividades semejantes y violentas. Un dilema de hierro para Scioli que ha hecho de la concordia una forma de vida, quien siempre puso una silla más para sentar al disidente (de ahí tantos ministerios prometidos). Pero ni así le alcanza, como ya lo prueba la controversia subterránea por el tema de la seguridad y su tratamiento o el debate en alza por la situación económica, las negociaciones externas y una eventual toma de préstamos.
Mientras incursionan en esos tópicos Bein, Blejer, Bossio, Marangoni o Urtubey –de quien el candidato dijo, dice lo que yo digo–, la respuesta crítica y disconforme proviene del ministro Kicillof. Y Kicillof, como se sabe, también es un seudónimo.