Orson Welles dijo que “se considera genio al que murió hace, por lo menos, diez años”. León Ferrari es una de las pocas excepciones que se pueden citar en contra de esa boutade: hace ya mucho que en el mundo del arte se lo consideraba uno de los artistas más grandes que produjo América latina en el siglo XX. Hace una década, la crítica del New York Times lo mencionó entre los cinco artistas más importantes del mundo. Su obra magna, la gran retrospectiva que realizó en el Recoleta entre fines de 2003 y comienzos de 2004, lo lanzó a la popularidad por el camino de la repercusión mediática y el escándalo. Ferrari murió el jueves en Buenos Aires. Tuvo una vida maravillosa: vivía feliz, era una buena persona y produjo una obra maravillosa que ha inspirado a generaciones de artistas.
Ingresó al mundo del arte relativamente tarde, ya que sus primeras intervenciones significativas datan de fines de los 50, cuando estaba finalizando sus 30. De formación autodidacta, nunca dejó de experimentar. Su producción es inmensa y abarca no sólo sesenta años de trabajo prolífico sino una enorme variedad de apuestas, que van desde el conceptualismo más estricto (del que fue uno de los pioneros a nivel mundial: su cuadro escrito es un hito en la historia del arte) hasta la ironía barroca de sus intervenciones iconoclastas, pasando por sus esculturas minimalistas, sus instalaciones, sus collages desconstructivos, sus escritos y sus planos que retratan la alienación de la construcción de la sociedad contemporánea. A pesar de toda esa variedad, de lo que habla toda la obra de Ferrari es de la posibilidad de crear, pensar y producir un universo diferente al que genera el sentido común, una vida alternativa a la que parecemos condenados sin resistencia. Ferrari trata, obra tras obra, de darle al mundo un sentido inaugural y habla esa lengua que no se somete a los imperativos de la tradición o de la autoridad.
Uno de los ejes que sostienen su aventura estética es la discusión sobre el uso coercitivo, ideológico y político de las imágenes. Nietzsche dijo: “Toda convicción es una cárcel” y Ferrari hizo de su obra una lucha contra esa cárcel. Pero lo hizo por el camino positivo: no fue un guerrero que se enfrentó al sistema, sino que fue el amante afirmativo de lo despreciado, lo híbrido, lo informe y lo crítico. No creía en la inocencia cuando se trata de la producción de imágenes. De allí su intervención constante en la discusión sobre la historia del arte, vista también –y no únicamente– como una historia de la propaganda política y religiosa. Esa intervención mezcla poética y política, ética y estética. En 1965, Ferrari presentó en el Instituto Di Tella su obra más famosa: La civilización occidental y cristiana, ese Cristo adosado a un bombardero norteamericano que funciona como cruz. Fue rechazada. Hasta que fue reconocido por el establishment a fines del siglo XX, toda su producción pasó desapercibida para lo central del circuito del arte. La fama le llegó de manera impensada en su vejez: por la censura que la Iglesia pidió de su retrospectiva de 2004. Desde entonces, no paró de recibir honores hasta lograr el León de Oro en la Bienal de Venecia. Murió en la gloria; vivió en la alegría de saber que la vida sólo vale la pena cuando uno se arriesga a inventar el mundo todos los días.