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Apuntes en viaje

Jardines

El sopor hace flamear los abanicos y llenar las copas de hielo y volver a chocarlas en otro brindis. Cada tanto alguna suspira y vuelve a decir: qué hermoso jardín…

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Jardines. | Marta Toledo

Una de estas noches en las que el calor no afloja, vamos con unas amigas a comer a lo de Ana. Es la primera vez que vamos a su ph de Villa Ortúzar, pero cuando estamos llegando al número que tengo guardado en un mensaje de whatsapp nos damos cuenta de que debe ser esa su casa por el cantero en la vereda, un cuadrado repleto de nativas un poco dañadas por estos últimos solazos de marzo. Nos recibe y todavía hay que andar unos metros de pasillo hasta llegar a otra puerta, abierta en un muro de cemento sepultado bajo el manto de unas enredaderas. Apenas entrar nos quedamos maravilladas con su pequeño jardín: plantas que trepan la medianera y otras que crecen desordenadas contra las paredes, bordeando el césped y armando una especie de escondite de niños para la mesita con dos sillas, la reposera, todo chiquito y armonioso, todo invitando a una celebración de amigas que no nos vemos hace tiempo. La madrugada nos encuentra descalzas, sentadas entre tallos y hojas y flores que Ana nos nombra en latín y enseguida con su apodo de entrecasa. El sopor hace flamear los abanicos y llenar las copas de hielo y volver a chocarlas en otro brindis. Cada tanto alguna suspira y vuelve a decir: qué hermoso jardín… lo repetimos tanto que, como ocurre con las palabras mágicas en los cuentos de hadas, casi al final de la noche nos sentimos parte de él.

Pienso en los jardines amados, el de mi madre antes que ninguno: debajo de la vieja parra encima de la que, en verano, duermen los gatos con sus colas largas cayendo por los huecos del alambre como otro racimo maduro. Los pedazos de tronco colgados de las ramas del níspero de donde se agarran las varias especies de orquídeas, con las raíces al aire y esas flores hipnóticas que sueltan de vez en cuando, cuyo nacimiento siempre es una fiesta. Y más allá el cuerno de ciervo que le regaló la abuela Siomara cuando se recibió, de grande, de maestra y que tiene más de treinta años. Pienso en el jardín de la abuela cuando yo era chica, antes de que ella se mudara a Buenos Aires: canteros rectangulares hechos con botellas, caminitos de ladrillos, una mezcolanza de flores, plantas aromáticas y verduras: los tomates rojos agarrados de las cañas compitiendo con la hermosa ferocidad de las dalias. La abuela regaba con regadera porque no tenía agua corriente. A la tardecita, mientras alguno de nosotros le cebaba mate, ella iba y venía, de la bomba de agua a los canteros, como una bruja de la lluvia, bendiciendo pimpollos con ligeros chaparrones. Y el perfume que se levantaba de la tierra, de las hojas, de los ladrillos salpicados, de las catangas verdes que reaccionaban al chubasco largando su olor ácido.

Pienso, ¡cómo no!, en los versos de Diana Bellessi: “Tener un jardín, es dejarse tener por él y su/ eterno movimiento de partida. Flores, semillas y/ plantas mueren para siempre o se renuevan. Hay/ poda y hay momentos, en el ocaso dulce de una/ tarde de verano, para verlo excediéndose de sí,/ mientras la sombra de su caída anuncia/ en el macizo fulgor de marzo, o en el dormir/ sin sueño del sujeto cuando muere, mientras/ la especie que lo contiene no cesa de forjarse”.

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Pienso en mi otra amiga jardinera con la que vamos a tener un caballo blanco para hacer las compras en el pueblo, en el jardín que pensó para mi casa y que ahora crece desmañado, trepando paredes, tapiando ventanas, invadiendo a los vecinos. A veces los gatos, echados en el piso, miran nuestro jardín con auténtica preocupación.