Es muy fácil enamorarse de Brad Pitt.
Una vez T.S. Eliot escribió que la poesía que más le gustaba era la que no estaba seguro de entender.
Tengo para mí que los amores que nacen de algo que al principio no nos convence, se nos resisten, nos hacen ruido, son los que una vez afianzados resultan más demoledores.
Me acuerdo cuando vi por primera vez una foto de Sumo; era un póster desplegable en una revista musical. Me dieron asco y un poco de miedo. Pero algo misterioso me hizo detenerme a escuchar sus discos. Y la belleza oculta del corazón salvaje se conectó conmigo. Si hay wi-fi, me conecto, dice mi amigo Ignacio Sarchi. Y tiene razón.
Una vez vi a un gordo con cara de pocos amigos corriendo por el césped verde del Nuevo Gasómetro. Era Néstor Ezequiel Ortigoza. Lo primero que pensé fue: éste, en mi barrio, iba al arco. Pero el tipo no va al arco, juega por plata con un revólver en cada mano y tiene la precisión quirúrgica de un cirujano para meter pases algebraicos. Como Wan Chan Kein sobre el papel de arroz mojado, así camina la cancha.
El no besa la camiseta de los clubes de los cuales no es hincha. Juega por plata y por plata llegó directo desde la República del Paraguay a las doce de la noche a la concentración del Casla para jugar un rato al otro día contra Boca.
Hay una jugada de ajedrez que se denomina “zugzwang”. Está en zugzwang un jugador cuando cualquier movimiento permitido sólo le sirve para empeorar su posición e incluso perder la partida. Como la vida, ¿no? Ortigoza, Orti, Johnny, sabe eso desde que nació, por eso sólo él puede oponerse y derrotar la tevezmanía. No es el jugador del pueblo, ni del barrio, no representa a nadie, ni siquiera a San Lorenzo; es un muchacho duro que sabe que la vida es un infierno ¿No dirías que es un hermano?