Ya ven, nada se cuela en vano. Vladimir Putin está enojado. Los cables de WikiLeaks hablaban de que en Rusia “uno no puede diferenciar entre las actividades del gobierno y de grupos del crimen organizado”. El primer ministro ruso había desestimado con elegancia británica las anteriores filtraciones por considerarlas una calumnia y parte de una “campaña de desinformación”. Pero esto fue demasiado. “Hablando francamente –le dijo Putin a la cadena norteamericana CNN–, no esperábamos que esto se hiciera con tanta arrogancia, tan groseramente y de una manera tan poco ética.” Y remató con una perla: “Algunos expertos consideran que alguien está utilizando a WikiLeaks con fines políticos. Pero si no es así, los servicios diplomáticos deberían prestar mayor atención a la necesidad de garantizar la confidencialidad de su correspondencia”.
Otros mandatarios, a quienes los cables tildaban de los modos más bizarros, prefirieron ignorar lo ocurrido. O encontrarle la vuelta graciosa a manera de respuesta, como hizo Cristina Fernández, quien resolvió responder a la sospecha –hay quienes hablan de la “preocupación”– despertada por su salud mental reuniéndose con integrantes de la radio La Colifata, internos y ex internos del Hospital Neuropsiquiátrico José T. Borda. La excusa era la promulgación de la Ley de Salud Mental, que acaba de una vez por todas con las viejas prácticas manicomiales “para trabajar desde una perspectiva de los derechos humanos”. Tal vez fue una coincidencia, pero es reconfortante ver que ciertas coincidencias toman de vez en cuando un cariz humorístico, que tanto escasea.
En cuanto a los cables propiamente dichos, han pasado a segundo plano, desplazados por el titular del sitio WikiLeaks, Julian Assange. Felizmente preso en el Reino Unido, donde al menos su seguridad está garantizada, espera su extradición a Suecia por delitos sexuales cometidos en ese país. Resulta que la definición de violación en Suecia es mucho más amplia que en otros países. La acusación que pesa sobre Assange es por haber violado y agredido sexualmente a dos suecas mayores de edad. En Suecia no hace falta mucha violencia para ser blanco del párrafo legal sobre la violación. Una de ellas, por ejemplo, lo acusa de que a Assange se le rompió el preservativo mientras se revolcaban amorosamente. Ella le pidió que parara, pero él se negó. Por eso lo acusa de violación, porque el pobre Assange estaba demasiado entusiasmado para detenerse. Con la otra muchacha, y teniendo en cuenta su experiencia anterior –y la pésima calidad de los preservativos suecos–, Assange se negó a usarlo. Juicio.
De modo que hasta ahora el caso WikiLeaks ha dado al menos una información útil y certera: hay que tener mucho cuidado con lo que se hace en Suecia.