En 1984, como jefe de la sección Informes Especiales de la revista El periodista de Buenos Aires inicié un texto sobre “Iglesia y dictadura” con un dato, hasta entonces desconocido: la noche anterior al golpe de Estado de 1976, los tres comandantes militares que lo encabezaron –Videla, Massera, Agosti– cenaron con la cúpula de la Iglesia en la sede del Arzobispado.
La información nunca fue desmentida. Durante años, de modo recurrente, me pregunté de qué habrían hablado. Conocidas, y padecidas, las consecuencias de aquella tragedia, volvía una y otra vez a reproducir la escena, de modo casi teatral, como si fuera posible poner en boca de cada uno palabras improbables que seguramente no se dijeron porque compartían silencios cómplices.
El tiempo y la justicia tardía mitigó en parte la pena por las vidas y los años perdidos. La jerarquía de la Iglesia sólo entregó, después de que decenas de testigos lo reconocieran como partícipe de las torturas en los campos de concentración a un cura, Von Wernich. A modo de anécdota, recuerdo ahora que el fiscal del juicio a las juntas de comandantes, Julio Strassera, me contó que fue a ver al nuncio de entonces para pedirle que apoyara la investigación de las denuncias contra algunos obispos y salió indignado de la reunión. El embajador del Vaticano lo amenazó, le dijo que si citaba a declarar, aunque sea como testigos, a algún miembro de la jerarquía se las vería con “la Iglesia”.
Sabían todo, estaban al tanto desde varios meses antes, si ellos no querían, no había golpe y el gobierno de Isabel llegaba a las elecciones. La Iglesia, en definitiva esos tres o cuatro “gordos” –a propósito, ¿porqué los obispos y los sindicalistas que llevan más de veinte años en el cargo siempre son gordos?–, podían haber abortado –con perdón, “abortar” es la palabra que cabe en este caso– la conspiración y el crimen.
Ya avanzada la democracia, en los noventa, pensaba sobre la responsabilidad de otra “institución” del poder: La Justicia. Toda una década signada por la corrupción y al fin de cuentas sólo María Julia Alsogaray pagó con unos pocos meses en una cárcel vip y la devolución de parte de sus bienes. Menem fue “detenido” en una quinta y sometido a “proceso en casa”, bajo la protección y los fueros que le concedió el kirchnerismo. Pronto va a morir y pasará a ser “polémico”, “controvertido”, nunca “ladrón” o “malversador”, ni siquiera “incumplidor” de sus deberes, porque, en definitiva, La Justicia no lo alcanzó.
En poco tiempo más, el kirchnerismo dejará el poder y su tendal. En estos años entraron miles de millones de dólares, tantos como en el menemismo por la venta de las empresas del Estado. Desde los fondos de Santa Cruz en los 90, hasta Lázaro Báez, la lista de denuncias, con testimonios y pruebas es impresionante. Antes, la corrupción te dejaba sin trabajo, sin esperanzas, ahora te mata. Mató pibes en Cromañón, mató gente que iba a trabajar y a estudiar en Once. Encubre narcos, barras, criminales. Te mata, a diario, por nada, por vivir como se vive.
“Sólo pido Justicia”, dicen las víctimas. Todo el tiempo, a toda hora. ¿A quién le piden? ¿A Oyarbide? El Poder Judicial no es ajeno al sistema. Pero aún así, es el único que no depende de los votos y puede revolverse sobre sí mismo. Un poder, una “institución” poderosa, como la Iglesia entonces, son las personas que lo integran. Sucede ahora en Brasil, en España, y puede pasar acá. Si veinte jueces quieren, no más, al menos cincuenta altos cargos responsables caen. Con eso alcanza para que esto comience a cambiar de una vez.
Ahí va María Julia Alsogaray. Sube y baja los escalones de los tribunales. Esos es todo lo que queda de los noventa. Ahí va Boudou, en 2016, 2017, “detenido”, tal vez, en algún vip. Quizá Schiavi, nunca De Vido. Serán todo lo que quede del kirchnerismo. ¡Qué curioso! Ni María Julia, ni Boudou, ni Schiavi eran peronistas de origen. El crimen no paga, hasta ahora el peronismo tampoco.
*Periodista.