ué es la justicia? Quizás ocurra con ella lo mismo que decía San Agustín del tiempo: “Sé lo que es, pero cuando tengo que explicarlo ya no lo sé”. Abundan las definiciones de justicia. Y seguirán sumándose. En la Argentina de hoy, y gracias a los encargados de administrarla, se equipara justicia con impunidad, inequidad, prebendas, corruptelas, indiferencia, decepción, privilegios. Nada, en fin, que ligue al concepto con sus fundamentos. Y, como una perversa secuela, con una frecuencia inquietante se empieza a confundir justicia con ajusticiamiento. Los linchamientos están a la orden del día. Justicia es, así, lo que cada uno decide según lo afectado que se sienta por las acciones o conductas de otro. Es reemplazada por venganza, revancha, vendetta, desquite, represalia.
En el siglo IV antes de Cristo, Epicuro, el filósofo que proponía la búsqueda de la felicidad a través de una vida armónica y de un hedonismo no egoísta, decía en sus Máximas capitales que la justicia no es algo en sí, sino el contrato entre un grupo de personas que, independientemente de cantidad y lugar, se comprometen a no hacer daño ni padecerlo. El periodista y filósofo francés Emile Chartier (1868-1951), profundo humanista conocido como Alain, señaló a su vez: “En todo contrato ponte en el lugar del otro y juzga desde ahí si lo aprobarías”. Thomas Hobbes (1588-1679), uno de los padres de la filosofía política, hubiera sonreído con escepticismo ante ambos. También él creía que la convivencia humana sólo es posible a partir de un contrato social, pero no confiaba en la buena voluntad de los firmantes. La condición natural del hombre es la de guerra de todos contra todos, pensaba. Cada uno está gobernado por su propia razón y, puesto a proteger o imponer lo suyo, se siente con derecho a cualquier cosa, incluso en el cuerpo de los demás. Estas ideas inspiran su obra monumental, Leviatán, en la que sostiene la necesidad de un árbitro implacable para garantizar el cumplimiento del contrato e impedir que, convertidos en lobos, los hombres se devoren entre sí. Este árbitro es el Estado, con sus organismos, normas y leyes.
Con o sin Epicuro, Alain, Hobbes y otros que, como Pascal o el contemporáneo John Rawls, se abocaron al tema de la justicia, lo cierto es que la especie humana hubiese desaparecido de no haber encontrado una forma de convivencia que superara el cruento y estéril “nosotros vs. ellos”. El Estado y las leyes no nacieron como capricho, sino como necesidad, y así se mantienen. Si todo se reduce a tomar lo del otro cuando me apetezca y si la defensa es reprender o castigar al depredador o usurpador disponiendo de su cuerpo y su vida, cualquier comunidad quedaría rápidamente diezmada y al final sobreviviría el más fuerte, el más astuto, el de menos escrúpulos. No sólo su propia vida sería breve, sino que con esas prácticas resultaría imposible toda idea de moral.
La moral agrupa los deberes y las obligaciones que asumimos ante el otro para garantizar, en conjunto, la mutua convivencia en un ámbito digno. Los actos morales, decía Kant, no buscan recompensa. Esta se encuentra en el mismo acto. Y sólo el imperio de la moral puede regular el funcionamiento de la economía, la política y la justicia orientándolos a la construcción y conservación de lo que Rawls llama “una comunidad humana viable”. Cuando la moral está ausente, los organismos del Estado (la Justicia es uno de ellos) son cáscaras vacías, simulacros. La sociedad desanda caminos y regresa a estados tribales que rozan lo precultural, y quienes linchan mientras gritan “¡Justicia, justicia!” terminan por romper el contrato que en principio desconoció el ajusticiado. Quizás no sea la economía lo principal (como argumentó un estúpido en una campaña electoral estadounidense y se repitió desde entonces ciegamente), sino la moral. No en el aire, no en abstracto, sino aplicada a la reconstrucción de un Estado que sea tal, y no un árbitro parcial e interesado. Conseguirlo antes de que sea tarde será justicia.
*Escritor y periodista.