Un fiscal, con la ayuda de policías y perros que olfatean dólares, excava en el desierto buscando barriles llenos de billetes. Cuando asume la Presidencia de la Nación su amigo, un funcionario bancario funda una empresa de construcciones, se convierte en uno de los principales contratistas del Estado y compra propiedades agrícolas más extensas que el Estado de Israel. Construye, en medio de la tundra antártica, mansiones que nadie visita nunca. Permanecen calefaccionadas todos los días del año y semanalmente los empleados cambian el césped de sus canchas fantasmales, en las que nadie juega ni jugó nunca. Es el realismo mágico antártico protagonizado por Lázaro Báez, un personaje único por la dimensión y el uso extravagante de su fortuna. La prensa internacional cuenta estas historias sorprendida y risueña. Es que es difícil de entender algo así desde otras realidades.
Pero Báez constituye sólo una anécdota de una trama compleja e inédita en el continente. Normalmente nace la corrupción cuando algunos empresarios buscan contratos sobornando a funcionarios que usan el poder para pasar a mejor vida. Con el kirchnerismo pasó algo distinto: hubo un proyecto político que pretendió quedarse con el país para siempre usando prácticas corruptas. Desde el principio, Néstor y Cristina Kirchner dijeron que querían perpetuarse, presentándose como candidatos presidenciales alternadamente para conseguir, de hecho, una forma de reelección indefinida. Néstor creía que no se podía hacer política sin dinero y aparentemente diseñó desde el Estado un plan para conseguir una fortuna ilimitada que sustente el poder perpetuo. Báez fue un personaje menor de un drama que corrompió a la sociedad.
Formaron el entorno presidencial nuevos ricos, enormemente ricos, desde su chofer hasta otros empresarios que prosperaron con el proyecto, lo defendieron, llevaron cajas de billetes para financiar movilizaciones y compraron medios de comunicación para calumniar y difundir el “relato”. Sojuzgaron a un Parlamento en el que pocos se atrevieron a enfrentarlos. Muchos jueces ayudaron archivando o congelando las causas que podían afectarlos. Usaron la AFIP, la SIDE y otras dependencias del Estado para perseguir a la oposición. Se apropiaron de las empresas que les interesaban, llevándolas al borde de la quiebra para obligarlas a vender. Muchos empresarios víctimas de su voracidad, se vieron en el dilema de cerrar sus negocios o rendirse ante los vicios de un proyecto que los esquilmaba.
Implantaron el miedo. Manipularon a intelectuales y a personas que en otro tiempo merecían la admiración de todos y terminaron compartiendo sus sueños, convertidas en empresarias que manejaban mal negocios millonarios y peleaban en las calles por el proyecto. Nos acostumbraron a su derroche. Organizaban manifestaciones enormes, con personas acarreadas, usando cientos de micros, con profusión de banderas y propaganda pagados con el uso “militante” de los recursos del Estado. No vacilaron en desviar los recursos de los hospitales, perjudicando a los enfermos, para financiar sus actos políticos.
Destrozaron un país, que después de la década más próspera de su historia comparte con Venezuela el récord mundial de inflación y de crecimiento de la pobreza. Corrompieron a la sociedad desde sus delirios políticos y nos acostumbraron a la impostura. Ahora, algunos que pidieron el voto “para la compañera Cristina”, los que decían que debíamos cuidarla, los impulsores de la korrupción perpetua, quieren que le vaya mal al nuevo gobierno. Impulsan leyes que cuando eran gobierno rechazaron porque sabían que afectan a la economía del país. Mantienen un discurso demagógico que dejó de llegar a la gente. La mayoría de los estudios dice que una abrumadora mayoría de los argentinos mantiene la esperanza de que llegue el cambio y ya no cree en las proclamas de zorros ahítos que protestan porque escasean las gallinas.
*Profesor de la GWU, miembro del Club Político Argentino.