Días atrás, escuchando el bullicio de los fanáticos de San Lorenzo que festejaban la vuelta a Boedo después de décadas de adversidad y exilio, recordé las últimas experiencias mundialistas. ¿Cuándo se había jugado el último Mundial? Tuve la impresión de que habían pasado muchos años. Quizás por la Copa América que se desarrolla en Brasil, me figuré que el último Mundial había sido el de 2014. Recordé de pronto el Mundial de Rusia 2018, tan cercano que parece haber sucedido más como una ficción que otra cosa, una especie de fake Worldcup. Creo que la última vez que la Selección no penó en una cancha fue en 2014, cuando mereció ganar el Mundial y la población no había sucumbido a la monotonía política actual. La desvitalización del equipo nacional un poco representa hoy el estado de ánimo de la población, tal como sucedió en Corea-Japón 2002 e Italia 90 –pese a llegar, de carambola, a la final.
Apelando a las metáforas futbolísticas tan caras a la mentalidad de nuestro presidente, la intención de acuerdo comercial con la Unión Europea se parece un poco al resultado de uno de esos partidos asimétricos, como el de Francia contra Argentina en Rusia 2018, en los que la selección nacional, con todos los astros a favor, no llega al consuelo del empate porque las desigualdades técnicas se vuelven patentes en zonas defensivas de la cancha.
Lo cierto es que cuando los hinchas de San Lorenzo dejaron de vestir las calles de Boedo, temprano a la mañana, además del cotillón de los festejos, en el barrio quedó un aire polar. Había llegado el invierno y las temperaturas bajo cero estaban a la vuelta de la esquina. Salí a caminar con mi hijo y los primeros rastros de la noche se veían en los cajeros poblados de refugiados. No refugiados de los ruidos de los hinchas ni de la felicidad transitoria de volver a un predio histórico en el que no cabe una cancha para un club internacional como San Lorenzo, sino de familias sin techo que intentaban repararse del frío.
Hace tiempo que no transito una ciudad con tanta gente sin techo. Debería remitirme a Nueva Delhi, pero si pienso en ciudades latinoamericanas, me cuesta encontrar una con tantos desplazados. Quizás porque no son ciudades que transité solo como turista, me cuesta también recordar en grandes urbes latinoamericanas como San Pablo o Ciudad de México tanta gente en situación de calle. No quiero decir que en esas ciudades no hubiera aglomeraciones de miseria. En Nueva York o París observé indigentes solitarios, la mayoría con problemas psíquicos, que deambulaban con sus harapos y soltaban monólogos en los subtes. Pero nunca tantas familias recién desalojadas que todavía mantienen la cordura en la adversidad y se trasladan con sus pertenencias. La situación solo es equiparable a la de 2001 en Buenos Aires. De alguna manera la figura de estos desplazados en su propia tierra es equiparable a la de los migrantes africanos que cruzan en balsa el canal de Sicilia hacia Lampedusa. Solo que del otro lado no hay ningún refugio ni derecho transitorio, sino bancos que a la mañana sueltan a sus empleados de limpieza para que despejen de cuerpos el interior de los cajeros y nuestra vida burguesa siga sin máculas ni interrupciones.