En pocos días habré cumplido setenta años, toda una cifra. No sé si a todos los ancianos como yo les pasa pero, a esta altura, creo que es difícil no pensar que me quedarán muchas cosas sin hacer. En particular, cada vez que miro la biblioteca, que no solo se compone de volúmenes más o menos ordenados en anaqueles sino de caóticas pilas en el suelo, confirmo que no voy a llegar a leer todos esos libros. Es cierto que muchos de los que alguna vez compré con cierto interés hoy me despiertan muy poco. Y no me refiero solo a novelas adocenadas o ensayos de coyuntura, a poetas prescindibles y filósofos indescifrables, sino a libros que seguramente tienen su valor y hasta podrían resultar un hallazgo. Por ejemplo, veo en un estante dos tomos de la edición crítica de la Obra Completa de Severo Sarduy, editados por la editorial Sudamericana bajo un acuerdo con organismos culturales de varios países. Son dos mil páginas, compuestas en más de una cuarta parte por textos sobre el escritor, algunos directamente en francés sin traducir. Hace cincuenta años, cuando el nombre Sarduy era en los círculos más elegantes sinónimo de innovación y vanguardia, leí De dónde son los cantantes, una de sus primeras novelas. No entendí nada y me llevé a cambio la certeza de ser un burro. Me vengué de Sarduy no leyéndolo, pero se ve que me quedé con culpa, porque terminé comprando no solo estos dos tomos imponentes sino —espero no alucinar— un tercero del mismo porte, con obras no incluidas en las Obras Completas. Esas paradojas ocurren, pero el tercer tomo no ocupa un lugar en la biblioteca al lado de los otros. En realidad, lo raro sería que así fuera, doy gracias que los otros dos están juntos, aunque sea para poder escribir estas líneas.
Como me preocupa mi grado de senilidad, sigo buscando el tercer tomo. Primera sorpresa: lo encuentro y, por lo tanto, existe. Segunda sorpresa: no es el tercer tomo de la colección de Sudamericana sino de otra colección llamada a secas Obras, publicada por el Fondo de Cultura Económica. El tomo está dedicado a los ensayos de Sarduy que, por supuesto, están contenidos en los dos tomos originales. Hasta ahora, no me había tomado el trabajo de verificarlo. Desde luego, aunque empecé eligiéndolos como ejemplo de lo que no leeré, siento la tentación de pegarle un vistazo a los mamotretos de Sarduy. Tal vez encuentre en ellos la revelación que siempre me hizo falta sobre el sentido de la vida y de la literatura. Lo dejo anotado mentalmente y lo restituyo al limbo de los libros que tienen un pronóstico dudoso.
En realidad, más me preocupa si lograré terminar En busca del tiempo perdido. Acabo de empezar La fugitiva, el penúltimo tomo de la edición en siete. Esta carrera contra el destino está ligada a otra. Una vez por semana, me reúno con Alejandra Pinto y Christian Ramírez, dos chilenos amigos, para discutir las películas de Raúl Ruiz. Las conversaciones aparecen después en un sitio transandino llamado El Agente. En unas setenta semanas llegaremos a El tiempo recobrado (el último tomo) y me da mucha curiosidad rever lo que hizo Ruiz con Proust habiendo leído el libro. Tengo entonces setenta semanas para terminar La recherche. Pero dios dispone, según dicen los creyentes. Y para los ateos, es imposible no pensar lo mismo.