Las elecciones legislativas son un testimonio fundamental del ejercicio democrático en un país que pretende ser una República. Los ciudadanos somos convocados a ejercer una de las piezas claves que hacen a nuestra libertad, aquella de elegir. No es, o no debería ser, un acto burocrático o superficial, sino por el contrario una responsabilidad y un compromiso. Un compromiso con nosotros mismos y con nuestros semejantes. En una contienda electoral aquellos que sean elegidos no deben ser ajenos al país y la sociedad que anhelamos construir y en la que aspiremos a vivir. Debemos escuchar y analizar las ideas que nos propongan y la forma como piensan llevarlas a cabo y evaluar también las posibilidades reales y el respaldo que tienen aquellos que las enuncian.
Todo enfrentamiento implica conflicto, tensiones, debates y propuestas particulares. Los roces y los disensos no desmerecen la política sino que son parte de la misma. Se supone que tenemos que elegir entre alternativas diferentes que como tales insisten en presentarse como las más apropiadas. Lo harán con vehemencia, a veces con pasión pero es imprescindible que también lo sean con argumentos racionales, producto de una capacitación pertinente. Si la improvisación ocupa todo el escenario y el texto está ausente la obra resulta muy pobre.
Elecciones significa por lo tanto competitividad, deseo de ganar, aspiración de poder (sería aconsejable más como verbo que como sustantivo), involucramiento personal. Pero subrayemos la diferencia entre lo que acabamos de mencionar y la hostilidad, las ganas de destruir al otro, la ambición desmedida del poder y una autoestima de los protagonistas que caminen de un modo imprudente sobre el borde. Está claro son dos películas diferentes: en la primera la democracia se mueve cómodamente y la madurez cívica no hace del adversario un enemigo. Cada uno quiere ganar al rival no anularlo. Sin opositores la fantasía omnipotente se fagocita la democracia: se encubre el autoritarismo y la Nación pierde su calidad de República y los que la habitan su condición de ciudadanos. Por eso una elección es algo serio e importante y si nos olvidamos de ella nos olvidamos de nosotros.
Es preocupante cuando la oferta que se presenta carece de proyectos, reflexiones y valores. Lo más frecuente cuando esto ocurre es la personalización abusiva de la pugna. Se grita porque se tiene poco para decir. El ataque furioso contra la persona del otro emparcha un vacío programático. El lugar de la autoestima ha perdido su eje. Cuando se tiene poco de que hablar se hace mucho ruido al que no hay que confundir con palabras cargadas de sentido.
Que quede claro que esto no implica suponer que en el mundo de hoy una contienda electoral va a ser ajena a la publicidad, a la habilidad de comunicar de ciertos profesionales, del carisma que el candidato tenga o se le intente inventar y de la crítica que marque las diferencias y que tenga como finalidad principal subrayar firmemente el propio proyecto.
Entonces los ciudadanos debemos exigir ideas así como hacerlo también con nosotros mismos con aquellos que nos presenten. Devenir interlocutores de aquellos que buscan representarnos. Nosotros también somos responsables de las elecciones en que participamos. Sería una lástima caer en un escepticismo que descrea de lo posible como si fuera una ilusión. Las fiestas celebratorias deben ser posteriores al acontecimiento y no sustituirlo. Los aspectos secundarios son bienvenidos siempre y cuando no reemplacen a los núcleos ideativos centrales, los valores que sostienen las propuestas y la calidad del horizonte al que pretendemos dirigirnos. Hay situaciones en que se corre el riesgo que la banalidad no sea sólo desagradable sino también patética.
*Médico psiquiatra. Psicoanalista. Escritor.