“Pues he oído, en alguna parte, que es una máxima que aquel a quien todos le concedan un segundo lugar tendrá indudables méritos para ocupar el primero.”
Jonathan Swift (1667-1745); de “Cuento del tonel” (1704); parte 2: carta del librero al honorable Lord Somers.
Su especialidad parece ser lo imposible. Atravesar la materia, pasar por un bosque de amenazantes piernas rivales, girar en el aire como Nijinsky y acelerar como un Fórmula 1 sin que la pelota se despegue de su pie izquierdo, esas cosas que hace con asombrosa naturalidad. En la cancha es Paganini, un superdotado capaz de terminar su concierto tocando con una sola cuerda. Afuera, mágicamente, mientras factura más que una multinacional, Leo Messi vuelve a ser el chico sencillo y tímido de Arroyo Seco que se casó y tuvo un hijo con la prima de Lucas, su mejor amigo de la infancia.
Maradona –convertido en bandera por convicción, narcisismo y la voracidad de un público que lo aspiró como una droga, igual él uso la cocaína para huir de ese paraíso en llamas en donde le tocó vivir–, no pudo manejar semejante dualidad. Messi, el póster del mundo, sí. Lo vive sin aparentes conflictos. No sé cómo hace. Otra proeza.
Venezuela, ya sin Chávez, en Buenos Aires y frente al equipo de Messi y el Papa, volvió a ser la Cenicienta de Sudamérica. Pegaron sin piedad, pero fue inútil. Messi jugó cuando quiso y como quiso, regulando, más fastidiado si le arruinaban una buena jugada que por los golpes. Es algo sobrenatural. Divino, me atrevería a decir, con el permiso de Francisco I –que ya no Bergoglio–, al que ahora queremos tanto, como Cortázar a Glenda.
En una escena de Manhattan, Yale (Michael Murphy) discute con su amigo Isaac Davis (Woody Allen) y lo increpa: “Eres tan arrogante. Somos seres humanos, ¿sabes? ¿Te crees Dios?”. Woody, absorto, responde: “Bueno, yo… ¡necesito una medida para poder compararme!”. Messi no es Dios, por cierto. Pero con la pelota en los pies, casi. Por suerte, en esta etapa de su vida en la que se lo ve maduro, más futbolista genial que niño prodigio, encontró al técnico ideal para seguir creciendo.
Elogiar a Messi es fácil. Uno corre el mismo riesgo que los malos actores cuando interpretan a un loco: la intolerable sobreactuación. Acá lo interesante es Sabella. Que hizo y sigue haciendo con Messi mucho más que tirarle el brazalete de capitán y decirle “dale, el equipo es tuyo”.
Es un hombre sencillo sólo en apariencia; sereno, parco, de mirada mansa, claro cuando habla de fútbol, progre ideológicamente, con dos matrimonios, cuatro hijos –Alejandra, la menor, baila en la compañía de Iñaki Urlezaga– y una gestualidad corporal que lo hace parecer algo mayor a su edad. Fue otro crack de River frustrado por el intocable Alonso; integró el mediocampo histórico que Bilardo armó para su Estudiantes campeón de 1982 con Russo aguantando en el medio y Trobbiani, Ponce y él sueltos, creando y en 1986, oh sorpresa, quedó afuera del Mundial. Bilardo debió optar: era Borghi o él. Y fue Borghi. Sabella, pese a tu talento, parecía no haber nacido para ser una estrella.
Hasta hace cuatro años, con 54 cumplidos, se lo veía cómodo –o resignado, no lo sé– como la silenciosa sombra del omnipresente Passarella. Fue su asistente técnico desde 1994 hasta 2007, en la Selección argentina, la uruguaya, Parma, Monterrey, Corinthians y River. Recién cuando su jefe decidió dejar de dirigir y dedicarse a la política, pensó en largarse solo. Y entonces llegó la oferta de Estudiantes. Asumió el domingo 15 de marzo de 2009.
Cuatro meses más tarde, el 15 de julio, le ganaba la final de la Libertadores al Cruzeiro en el Mineirao y en diciembre estuvo a 12 minutos de quitarle la Copa Mundial de Clubes al Barça de Pep, en Abu Dabi. Al año siguiente fue campeón del Apertura y en 2011 llegó a la Selección, allí donde había sido un eficiente segundón.
Un rush increíble. Una de Messi.
Sabella aprende de sus errores. Venezuela, como Bolivia, vino a River a colgarse del travesaño y llevarse un puntito. No pudo. Esta vez el equipo tuvo paciencia, no se desesperó. Creó juego, tocó y buscó los espacios con la seguridad de que el gol llegaría solo. Y eso pasó,
exactamente. Sabella no resigna el buen manejo de balón –así jugaba– pero se define como “un pragmático”. Lo ha demostrado. En Estudiantes no se movió del 4-4-2, con Verón como eje y dos volantes por afuera. En la Selección, para juntar a Messi, Agüero, Higuaín y Di María, probó de todo: 3-4-3, 4-3-3 o 4-2-3-1. Alguno esperará en el banco si el partido lo requiere. Sólo Messi, su as de espadas, estará siempre.
De tres cuartos hacia adelante, no hay problema. Son jazz. El problema será crear una buena base para que esos solistas virtuosos toquen y deslumbren. Recién entonces serán un gran equipo. Todavía falta. Habrá que trabajar mucho desde la mitad hacia atrás, en el funcionamiento defensivo. Ese es su desafío.
Ah, me olvidaba. Salvo el caso de Johnny Winter –un guitarrista de blues de Austin a quien le perdono todo–, detesto los tatuajes. Y el que el martes se hizo Messi –lo siento– no es la excepción.
Se ve que Leo no es impresionable o jamás vio The Blair Witch Proyect, aquel falso documental de terror que hizo furor en 1999, recaudó millones e inauguró un formato repetido hasta el hartazgo con resultados no siempre tolerables. En fin. Tal vez el retorcido sea yo, pero no puedo evitar que esas tiernas manitas de Thiago tatuadas sobre su sagrado gemelo me recuerden el escalofriante final, con todas esas huellecitas idénticas, sobre la pared de la casa en ruinas. Qué horror.
Son gustos, muchachos. Que Messi haga lo que quiera, que bien ganado lo tiene. Pero, por Dios, que siga jugando con las medias levantadas hasta la rodilla, como lo manda la FIFA.
Sólo por esta única vez, se le agradece, don Blatter.