En San Petersburgo, a un kilómetro del cuarto donde Dostoievsky escribió Crimen y Castigo, unos inflados personajes acaban de celebrar (sic) lo que suponen la cumbre mundial del G20. Ácida crema que se extrae de jibarizar 200 países en 8 industrializados y 11 emergentes y los demás que se arreglen como puedan. Cumbre que trata puntuales asuntos globales que controla el binario, atómico y todavía más exclusivo G2. Estos cónclaves deciden sobre vidas y muertes colectivas para que la historia “mundial” sólo sea, por turnos, de un imperio o de dos en pugna franca o bajo cuerda. Para que así suceda, sus muy creativos CEOs se ocupan de agitar los asuntos que impulsen la reunión. Basta que un “grande” registre una amenaza a su estrategia, para que una veintena de líderes a cuerda alisten jets presidenciales y caigan prestos en la ciudad que acuerdan Protocolo y Mandamás.
(Aclaro que la aridez del tema y su reiteración por décadas me llevan a contarlo como lo hago. A esta altura de mi carrera, me resulta obsceno abordarlo en el grave estilo formal, cuasi top secret. aplicado sobre todo a temas como éste).
Salvo excepción (y pese a que estos líderes de relleno suelen abordar/acatar como sinónimos lo bélico y lo cívico) la prensa internacional no enumera ni recae en los intereses que sostienen su complicidad. Así, estos Magnos Muñecos Teledirigidos acaban por prestar conformidad a crímenes y guerras con que los imperios aseguran su permanencia. Algunos de estos 20 arriban al poder en su país con ideas y discursos contrarios a los que apoyan en sus servicios al G20. No les importa. Cada vez que una crisis de la cúpula mundial los reclama, parten raudos con camarilla asesora experta en disimular su ignorancia sobre los problemas de los 200 pueblos que Naciones Unidas reconoce como tales.
La mayoría de las delegaciones vive el viaje entre el placer y la simulación. Tienen claro que sea hacia donde se dispare la flecha de la historia , sólo les está permitido aprobar la dirección tomada e ir al blanco con ella. Y, conforme la zona del mundo que les toque, apoyar al Jefe Imperial de Turno.
También acuden Magnas Muñecas a estas cumbres. Tal el caso de Rousseff, la cautelosa; Merkel, la hormiguita y Fernández, la irrefrenable. Y así como de adolescentes las invadía el pudor por el Adonis a conocer un sábado noche, aquí, ya sólidas adultas, direccionan su ansiedad a tropezar “por azar” con el Mandamás que les destrabe algún un incordio grosso. Algo disueltas en el grupo de colegas varones abducidos (último vocablo de moda), ellas también cumplen aquí con la cuota de género que exige la época en Occidente (lo cual puede ser lo único a valorar).
Ser un “veinte” con copa de Krystall en mano en un palacio zarista no es igual que hablar en Ferro con Moreno haciendo el gesto de degollina en el palco. Aquí hay que estar en la Historia (aunque sea de forma teatral, como en realidad es) para que el mundo se lo crea. “Sin ceremonia no hay recuerdo” dice una vieja ley y tanto ellas como ellos se esmeran por cumplirlo. Ni caer en menoscabo por tan menguadísima representatividad: básicos 20 entre 7.000 millones de terrestres y asumirse bípedos simbólicos que sólo eso son. Silenciar el yo personal mientras, del modo más “natural”, uno de los 20 exclama que, de fallar las tratativas (de los G2 y sus G18), “podría derrumbarse el escenario e incendiarse el mundo entero”.
Al borde de tamaña santabárbara lo pasaron los 20 en San Petersburgo. Dos Capos empatados y 18 en Babia. Tres días dedicados a orejearse en los pasillos de un palacio, a odiarse a cara descubierta, a flirtear por altísimas finanzas y a cuidar no se corra el maquillaje de póker de sus caras. Teatro del absurdo si pensamos que, dado el sofisticado nivel de espionaje 2013, saben mucho más del enemigo geopolítico que de sí mismos.
En este marco, o son imbéciles o se hacen. No es casual que el Gran Tero Olímpico anduviese pegando gritos en el coño sur del mundo en iguales horas en que ellos, junto al Ártico, discutían el destino de la yema y de la clara. De lo más candente (acogotar a la gallina) ofreció ocuparse el premio Nobel de la Paz de 2010. No habría de costarle, porque practicar lo viene haciendo desde que cazó a Osama Ben Laden una mañana como si nada. Lo aprendió al desayunar con asesores militares y señalar con la punta del croissant uno de los tres sospechados edificios afganos sobre el que habrá de caer el punitivo cohete “drone” de cada día. Mecánico acto higiénico dictado por Su Agenda de la Casa Blanca, según opciones propuestas por un trío de sus halcones y que bien podría reprisar con el vandálico oftalmólogo sirio Al-Assad.
Pero esta vez lo tiene más liado. Nada menos que dar por iniciada la cuenta regresiva de un acto de guerra “a lo que salga”. Solo, y acosado por los fantasmas de Macbeth y Alfred Nobel, se miró al espejo y reculó hasta el Congreso. Allí quedó en espera hasta que en un par de mensajes de texto su socio G2 le echó una mano y salvó la ropa.
La mano viene fuerte. En esta casamata, USA, Francia, Israel. En esta otra, Rusia, Irán, Siria. Con peligro de que se borren las fronteras y se queme el planisferio. Tal mi visión tras reflexionarlo con Ecclesiastés, colega insuperable. Para una mirada más docta y con detalle “al uso”, recomiendo lo escrito por Carlos Gabetta el sábado 7 en el Diario Perfil. Con volanta de preaviso, “Siria y el capitalismo arcaico”, y un título con diagnóstico, “El fracaso de Occidente”.
Lo que pasó en estos días de San Petersburgo es lo que viene ocurriendo desde Tutankamón. Así como en nuestro país siempre estamos “como cuando vinimos de España”, en el mundo somos como nos vomitó un mal día la Edad Media. Con pánico obligado, sueños vanos, jadeos y desesperos.
Menos mal que aún nos quedan, piadosas, la imaginación y la noche. “La maternal noche. La que le saca el mundo al mundo”, según Pessoa.
(*) Especial para Perfil.com