Brasil tuvo una “buena crisis”. Esto, que ya es consenso en el país, fue una sorpresa para el mundo y hasta para muchos brasileños, aún no acostumbrados a ver al país liderando las listas de buenos ejemplos en materia de economía y desarrollo.
Los motivos ya fueron ampliamente discutidos tanto en casa como en la prensa extranjera. Para comenzar, casi un cuarto de siglo de agitada estabilidad política colocó finalmente en la negociación democrática las enormes demandas sociales reprimidas hace siglos. Y, para completar, gobiernos de distintos colores políticos mantuvieron por una década y media la dirección de las políticas de Estado, aunque siempre a los cachetazos, es verdad. Pero, al final de cuentas, la continuidad fiscal y monetaria calmó las tempestades económicas tropicales y resistió el traspaso de poder de Fernando Henrique Cardoso, del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB) a Luiz Inácio Lula da Silva, del Partido de los Trabajadores (PT). O, lo que es lo mismo, el paso de un liberalismo conservador medio vergonzante para un ensayo alborotado de socialdemocracia sudamericana.
Sobre este marco, algunas iniciativas osadas lanzadas a lo largo del siglo veinte funcionaron, como por ejemplo la apuesta en fuentes energéticas que redujeran la dependencia del petróleo, como el alcohol de caña de azúcar y la energía hídrica. O la creación de sectores productivos modernos, como una industria aeronáutica que se ganó su lugar en el mercado mundial, y una promisoria red de emprendimientos de biotecnología. En resumen, a nuestra manera un poco extravagante y nada metódica, avanzamos.
Pero la marcha fue evidentemente desigual. Basta mirar los numerosos indicadores globales de desarrollo económico y humano para advertir que Brasil se volvió un país de dos velocidades: en lo que respecta a los números brutos de la producción económica, está entre los 10 o 15 del pelotón delantero, con perspectivas de avanzar aun más para mediados del siglo XXI, ese dinamismo que lo coloca entre los BRICs.
En el otro lado de la historia, Brasil sigue a la cola en los rankings internacionales en todo lo que tenga que ver con índices relativos al bienestar y al desarrollo humano, como salud, educación, distribución de renta. Es lo que muestra, por ejemplo, el Indice de Desarrollo Humano (IDH), calculado por el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), en el cual, subiendo a duras penas, Brasil alcanzó apenas la 75 posición global en 2008 (frente a, por ejemplo, el puesto 44 de Chile, el 49 al 51 de Argentina, Uruguay y Cuba, el 53 de México o el 54 de la pequeña Costa Rica).
Como ya dijo alguien, Brasil no puede ser considerado más un país pobre, pero sigue siendo un país perverso, aun habiendo comenzado a reducir sus disparidades sociales en los últimos años. Aquí, la desigualdad y la miseria se mantenían o aumentaban inclusive cuando la economía crecía. Esta vez, el crecimiento, por fin, está sacando a millones de brasileños de la miseria y reforzando la clase media. Pero aún queda mucho por recuperar, particularmente en la educación, la salud y en la infraestructura de cloacas y agua potable. Una observación ayuda a entender lo que falta por hacer. Su autor es un empresario con doble ciudadanía estadounidense y brasileña: David Neeleman, creador, en Estados Unidos, de la compañía aérea de bajo costo JetBlue. El quiere repetir la hazaña en Brasil. Lanzó hace un año Azul, una réplica del modelo que inventó en Estados Unidos (Neelman nació en San Pablo, su padre, periodista, fue corresponsal en Brasil en los años 50).
En agosto, le explicó a la revista británica The Economist su estrategia. Es simple: vender viajes para quienes, hasta hoy, no viajaban en avión porque los pasajes son muy caros. No quiere ganar una franja del mercado brasileño actual, quiere traer más gente para el mercado. “Brasil tiene casi 190 millones de habitantes, pero a veces parece hecho para 20 millones”, le dijo a la revista. Para un empresario yanqui, mormón y capitalista, como Neeleman, eso es inexplicable. La distancia entre esos dos números es una medida del camino que aún queda por recorrer.
*Periodista, ex editor ejecutivo del diario Correio Braziliense.