Hace mucho tiempo estaba cenando en un restaurante en Alphabet District en Nueva York cuando escuché, de fondo, unas canciones que me gustaron. Eran unos temas oscuros, tribales, algo rapeados, levemente trip-hop. Llamé a la moza, y me dijo que era Radar, el único disco que llegó a sacar un grupo poco conocido llamado Earthling. Y luego agregó: “Pero está agotadísimo, no lo vas a conseguir”. Es probable que la moza haya actuado con buena intención, pero nunca supo la tormenta que levantó: si hay algo que no soporto con un libro, un disco o algo así, es que me digan “no lo vas a conseguir”.
En esos años, todavía Alphabet District era un barrio de calles oscuras, con casas tomadas, oficinas de dealers, pequeñas tiendas de arreglo de ropa, talleres mecánicos, veredas sucias e inmigrantes ilegales. Luego, a fines de los 90, Iggy Pop se mudó a la zona, sacó Avenue B (Alphabet se llama así porque sus calles principales son Avenue A, B, C, D), su mejor disco en 25 años, y el barrio se volvió mera escenografía para ropa cool.
Cuento esta historia porque conozco relativamente bien la ciudad. Mis abuelos vivían en Coney Island, el barrio judío de Brooklyn, mi tío vive en Queens, y mis cinco primos hermanos viven entre Astoria y Manhattan. Pasé largas temporadas en NY, muchas veces. No soy un residente, pero tampoco un turista. La mía es una situación intermedia, extraña, difícil de definir.
Al día siguiente recorrí las grandes disquerías. Nada, obviamente. Luego todas y cada una de las pequeñas disquerías independientes, incluso las más raras. Nada. Seguí buscando el disco en cada uno de mis viajes, a esa y otras ciudades. Nada, tampoco. Cuando llegaron los tiempos del uno a uno, un amigo me sugirió buscarlo por Internet. Pero como no tenía (ni tengo) tarjeta de crédito, la operación me era imposible (tampoco sé cómo se llena un formulario por Internet. Supongo que ahora me lo podría bajar en MP3, pero tampoco sé qué es eso).
Pero también desistí porque amo las librerías, las disquerías, los kioscos de diarios. No soporto comprar por Internet, estar suscripto a algo y recibirlo por correo. Me gusta estar ahí y revolver. En una época trabajaba en el Centro. Salía del subte y, para llegar a mi trabajo, debía pasar por delante de cinco kioscos de diarios: me paraba en los cinco. ¿Había alguna diferencia entre uno y otro? Las mismas revistas, los mismos diarios, colocados en el mismo orden. Pero me es absolutamente imposible pasar frente a un kiosco y no detenerme, pasar frente a la vidriera de una librería y no pararme. Los domingos compro cuatro diarios. PERFIL, Clarín, Página 12 y La Nación. Los sábados compro Clarín y El País de Madrid (por Babelia, el suplemento cultural). Sería lógico recibirlos en casa. Pero prefiero buscarlos yo mismo en el kiosco (quizá gaste demasiado en diarios, pero lo compenso no teniendo banda ancha). Un lector que no se ensucia las manos se parece demasiado a un asesino de guantes blancos.
Quiero aclarar algo: la misma historia del disco de Earthling me pasó decenas de veces con libros; buscados, rastreados, perseguidos a lo largo de ciudades, años y viajes. Ahora mismo estoy a la busca de Policía intelectual, de Ramón Doll, publicado por la editorial Tor en 1933, y nunca reeditado (salvo algunos pocos artículos que están en Lugones el apolítico, y otros ensayos, A. Peña Lillo Editor, Buenos Aires, 1966; muy fácil de conseguir). Recorrí todas las librerías de viejo, sin suerte por ahora. Podría fotocopiarlo, pero eso sería darme por derrotado. Ya aparecerá.
Como apareció el disco en cuestión. La semana pasada, en una disquería en Pacífico. Increíble. Estaba en un canasto a 10 pesos, junto a las Baladas de amor de Leonardo Favio (que también compré). No sabían lo que vendían (tampoco sé cómo pudo haber llegado allí). Efectivamente es un buen disco, muy marcado por el sonido de Bristol (incluso toca Geoff Barrow, el guitarrista de Portishead), aunque tampoco es nada de otro mundo. ¿Pero quién esperaba que fuera extraordinario?