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Divorcios

La caída de De la Rúa

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No es correcto ni es usual que un asesor del gobierno insulte al Presidente de la Nación. Tampoco es correcto y tampoco es usual que un hijo insulte a su padre.

Pues bien, alguna vez, en otra Argentina, Antonito de la Rúa hizo las dos cosas al mismo tiempo. Le espetó un calificativo justo, pero soez, a un pasmado Fernando de la Rúa, presidente de los argentinos por entonces, y por entonces y para siempre su padre. El episodio trascendió pero se diluyó, como se diluyó un poco todo lo atinente a esa gestión, convertida no tanto en una pesadilla (a las pesadillas cuesta olvidarlas; su final sí lo fue) como en un corto sueñito de siesta.

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¿Qué es Antonito de la Rúa? Probablemente nada. Pero, a cambio, ¿qué representa? Probablemente mucho. Porque encaja bastante bien en esa figura proverbial del imaginario argentino que se llamó Isidorito Cañones. El inútil bon vivant encarna una zona vigorosa del fantaseo nacional: el vivo que la pasa bien sin hacer ningún esfuerzo.

El héroe de la historieta admitió una versión en lo real, y Cachorra pasó a llamarse Shakira. Por años vimos desfilar las fotos de la buena vida de nuestro pícaro tarambana, pegado a la chica que conquistaba el mundo con estribillos y caderazos. Un poco detrás, un poco al costado, pero mal o bien ahí.

El romance terminó: hace poco lo supimos. ¿Noticia de la farándula? Evidentemente sí. Pero también, y sobre todo, noticia posible para una historia de las utopías de la viveza criolla. Y en cierto modo, por qué no, noticia a destiempo para la historia política argentina.

Porque Antonito de la Rúa parecía estar consiguiendo, en su vida personal, eso mismo que Fernando de la Rúa, su padre, había intentado en su paso por la presidencia: tener éxito sin hacer básicamente nada. La victoria de la pasividad inerte. El triunfo paradojal de lo inánime.

Se habla mucho (tal vez demasiado) de las novelas de la dictadura. Se habla de las novelas de los setenta. Hay quienes han buscado escribir la novela del menemismo, la novela de los noventa. Y otros se proponen escribir la novela de 2001, la de la crisis y el estallido. Pero solamente podrá escribir la novela del delarruismo (no de su terrible final, sino de su transcurso anodino) quien alcance la gran ambición que alguna vez expresara Flaubert: escribir una novela sobre nada. Esa novela será una novela política, por supuesto, pero con una ventaja indudable: en ella, será la literatura la que dará su sentido a la política, en vez de que ocurra lo contrario.