No sé si la editorial Caja Negra debe su nombre a la caja que graba las comunicaciones del avión y que después sirve para saber qué anduvo mal cuando todo se viene abajo, pero ya no le busco muchas vueltas a un título. Durante un tiempo estuve obsesionado tratando de entender a qué le cantaba Spinetta cuando hablaba de La Montaña y finalmente Dylan Martí me dijo que era, nada más, que a una parva de ropa desordenada que tenía en su cuarto. En todo caso, la publicación de Ningún lugar a donde ir, de Jonas Mekas, por Caja Negra, podría hacerles honor a los aparatos electrónicos del avión que registran todo. Porque en ese diario hermoso y extraño, lo que podemos oír, a través de la individualidad singular de un poeta, es lo que pasó en buena parte del siglo XX de entreguerras y tratar de conocer las causas que provocaron el desastre. Mekas y su hermano Adolfas se fueron de Lituania escapando de los nazis primero y después de los soviéticos. Ambos son dos fuerzas de la naturaleza que viajan desplazados por los caminos, comiendo apenas una papa en dos días y leyendo todos los libros que les caen en las manos. Siempre pensé que la nostalgia es algo muy improductivo, pero Mekas, yendo al tuntún por los caminos de la guerra, piensa lo contrario: “Mientras se siente nostalgia, uno no está muerto. Uno sabe que todavía hay algo que ama”. Hacinado en cuartos repletos de gente en campos de desplazados, habla sobre la vida privada: “Quien sea que haya inventado la idea de privacidad, de un hogar privado, fue el genio más grande de todos los tiempos”.