En la madrugada del triunfo, Daniel Scioli no parecía un ganador, sino un novio al que los amigotes han empujado en medio de la fiesta para que improvise su último discurso de soltero. El Luna Park, sinónimo de golpes de puño, glorias, cancionero popular y también de contundentes actos políticos, le daba un toque de espectacularidad al evento. Mientras tanto, los acordes del himno para la victoria de Ricardo Montaner, una curiosa y pegadiza marcha con reminiscencias al Chile de Salvador Allende, acompañaban una sencilla escenografía, compuesta, sobre todo, por diapositivas del motonauta en los tiempos en que cosechaba medallas como hábil deportista acuático. Todo estaba pensado para que el cierre de las PASO fuera una síntesis de lo que supuestamente se va y de lo que supuestamente viene. Una tapa de la revista Gente con una pizca de Página/12. Una dosis de Tinelli con ralladura de Canal Encuentro. Continuidad y cambio. Digamos.
Sin embargo, esa alquimia minuciosamente preparada no salió del todo bien. Scioli, un respetuoso a ultranza de los libretos, una persona que, a diferencia de Cristina Fernández, no deja nada librado a la improvisación, salió al escenario, en los primeros minutos del lunes, con inocultables muestras de nerviosismo. Miraba obsesivamente a su compañero de fórmula, el controller Carlos Zannini, seguía con la vista a su esposa Karina –inquieta, pendiente de cada detalle– y no sabía dónde colocar a la ignota mujer del secretario legal y técnico de la Presidencia. A poco de andar, las palabras también parecieron salir de boca del candidato sin el orden que se les había asignado. Deshilachado y todo, el discurso del aspirante dejó un par de temas sembrados, como para que el kirchnerismo tomara nota. Primero que, si la suerte los sigue acompañando, va a gobernar con el respaldo de la liga de gobernadores (varios de sus integrantes cantaron presente). Esto es, para disgusto de los chicos de La Cámpora y del progresismo K, “pejotismo” en estado puro, la máquina de fabricar votos del conservador Partido Justicialista del interior profundo. Segundo, en un desacostumbrado gesto de insubordinación, el candidato naranja le rindió un sentido homenaje a Juan Carlos “Chueco” Mazzón, un operador todoterreno formado en la organización juvenil Guardia de Hierro –algo así como la peste misma para los militantes de la izquierda peronista de los 70–, fallecido horas antes de las elecciones. Lo hizo ante la fulminante mirada de Zannini, precisamente el hombre que, se asegura, desalojó a Mazzón de la Casa Rosada por orden de la Presidenta.
En síntesis, el discurso fue un balbuceo con pinceladas de autodeterminación y atisbos de libertad. Pero también, una muestra palpable del escaso margen que el candidato tendrá para salirse del férreo control que sus carceleros pretenderán ejercer sobre él. La jefa del Frente para la Victoria, que desafió la ley electoral de manera sistemática haciendo campaña para ella misma por cadena nacional, no estuvo en el Luna y ni siquiera se molestó en llamarlo por teléfono. Para qué.
Post. Lo peor ocurriría sin embargo en las horas siguientes. Fue cuando Scioli mostró una insólita falla en uno de los instintos que mejor le funciona, el de preservación. Su viaje a Italia en medio de la peor inundación de la provincia de Buenos Aires de los últimos treinta años sigue encerrando un enorme enigma. Fue tan grosera la negligencia que incluso a sus amigos les cuesta entender qué le pasó. “Siempre nos decía: si pasa algo grave, hay que estar en el lugar de los hechos. La gente no perdona al funcionario ausente. Pongan la cara, pase lo que pase, exigía”. La confesión la realiza ante este columnista un ex secretario provincial que el miércoles todavía no lograba salir de su asombro. “El tipo actuó esta vez como si fuera uno de los Kirchner: ellos siempre se alejaron de los focos de conflicto. Daniel no era así. Nunca se hubiera borrado como hizo Néstor durante la tragedia de Cromañón. O como Cristina, en diciembre de 2013, aquel verano de las sublevaciones policiales, cuando bailó en Plaza de Mayo mientras las provincias se incendiaban y había un montón de muertos. Te juro que no lo entiendo”, agrega, acongojado, el ex funcionario bonaerense.
Lo cierto es que, tanto el cierre de las elecciones del domingo como las frustradas vacaciones europeas de Scioli fueron un anticipo de las amenazas que se ciernen sobre el horizonte político en caso de que las urnas convaliden en octubre la continuidad del proyecto oficialista. El kirchnerismo no cree en lágrimas. Mientras Scioli sacaba pasaje de vuelta desde Roma, en Buenos Aires su candidato a gobernador Aníbal Fernández –siempre tan locuaz e informado– aseguraba esta vez desconocer las razones de la gira, y su compañero de fórmula, el dúctil Martín Sabbatella, declaraba que, en caso de ganar las elecciones, “la líder del proyecto seguirá siendo Cristina”. Ambos, por otra parte, tuvieron más suerte que el candidato viajero: fueron recibidos, el mismo lunes, en audiencia privada por la jefa de Estado. Todo un estilo.
El desborde de las aguas aceleró los tiempos de la política y amplificó sus miserias. En cuestión de horas, la furia del temporal había desmontado la escenografía electoral para dejar al descubierto las imágenes más desagradables del país real.
Las promesas de la publicidad, las estadísticas mentirosas, la impudicia (tenemos menos pobres que Alemania, declaró hace apenas un par de meses el jefe de Gabinete) se convierten en azotes cuando una cámara pone el foco en una persona que sufre por culpa de un Estado ausente. Una imagen, se sabe, vale más que mil palabras.
“No les tengo miedo a los muertos, les temo a los vivos”, confiesa una mujer a un canal de noticias, mientras acomoda sus pertenencias en el cementerio de Luján. Allí ha montado un puesto de vigilancia para cuidar su casa de los depredadores que andan por la zona. Está sola. Y espera.
Hace bien el Gobierno en enojarse con la televisión: la verdad puede arruinar cualquier campaña.