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La casa de la niebla

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Me gustan esos libros que no salen a buscarte desde los aparatos de promoción de las grandes editoriales. Una vez vereaneé con un amigo carpa con carpa, en un camping, creo, de Miramar. Mi amigo se fue sin pagar y me pidió que, durante la noche, le desarmara la carpa y se la escondiera. Cosa que hice, con una linterna.

Mientras le guardaba las cosas se cayó de adentro de su carpa un libro que él se había olvidado. Lo iluminé. Era Molloy, de Beckett.

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Miré, con la linterna en la boca, mientras hojeaba el libro, la fotografía de solapa que la acompañaba: la cara de Beckett era impresionante, no podía escribir mal.

Me gustó eso de que Beckett era un autor desconocido que se me aparecía de golpe, en la noche.

Hace poco Clara Muschietti, una poeta que admiro y quiero, me dijo que se quedó pasmada al leer en la web un poema de una poeta que, me deletreó, se llama Elena A-nni-ba-li.

Conseguí el libro a la semana. Se llama La casa de la niebla y Muschietti tenía razón: el poema que lo abre es hermoso, casi perfecto en su resolución y de una potencia que contamina el resto del libro. “Señor, vos le diste a mi hermano un ford falcon rojo/para llegar a la casa de la niebla”.

Así empieza el libro y el primer poema. Es una especie de cántico, de súplica, que encuentra la forma de personalizar el dolor en el viaje de un joven en un auto, pero ¿hacia dónde?

Como en los grandes poemas, cada lector puede meter en él su propia experiencia. No es conclusivo ni habla de más.

Como dijo alguna vez Henry Miller sobre Jiddu Krishnamurti: cuando más claro parece que habla, más difícil es entender –desde la razón– lo que dice.

Elena Annibali, por lo que dice la solapa del libro editado por Ediciones del Dock, vive en Córdoba.