Atacado en varios frentes, Joseph Ratzinger debe demostrar que, bajo su conducción, después de la perplejidad, sabrá retomar el rumbo.
Después de más de seis años de denuncias, polémicas y presentaciones judiciales, el sacerdote Julio César Grassi fue condenado a 15 años de prisión como autor de delitos de abuso sexual agravado. Los escándalos por abusos sexuales también en los Estados Unidos, en Irlanda y en otros países, más allá de las controversias, conmueven a muchas personas y plantean serias dificultades dentro de la Iglesia y en su relación con el mundo.
Otros frentes abiertos, como el debate sobre el celibato sacerdotal obligatorio que ganó prensa a raíz de la conducta del presidente paraguayo Fernando Lugo, quien reconoció haber tenido hijos siendo obispo; o la situación que plantearon los ultraconservadores lefebvristas, particularmente en el caso del negacionista inglés Richard Williamson, ponen a la Iglesia en el banquillo de los acusados, según la opinión pública. ¿Es creíble la institución? ¿Tiene sentido hoy, frente a las crecientes posiciones religiosas marcadamente libres y autónomas, cuando no anárquicas?
En nuestro país, el sociólogo Fortunato Malimacci publicó un trabajo que da cuenta de una amplia convicción religiosa en la sociedad que, sin embargo, va acompañada por un marcado desinterés institucional. En este sentido, tanto el sacramento del matrimonio como el precepto de misa dominical, por ejemplo, habrían caído en desuso.
En este contexto, la figura de Benedicto XVI, responsable último de la Iglesia romana, queda envuelta a menudo en cuestiones de muy compleja solución. Si se lo pensaba como un Papa de transición, las circunstancias –a veces provocadas por su mismo accionar–, lo ubican en un lugar donde debe tomar inevitables decisiones.
Esas medidas seguramente tenderán a marcar aspectos claves del futuro de la institución. Basta recordar todo el ruido que suscitaron sus palabras y sus gestos en el mundo islámico y judío.
Un capitán de tormentas. Le guste o no, Joseph Ratzinger, fino intelectual y plácido amante de Mozart, se encuentra en el ojo de la tormenta. Sus dichos o sus silencios serán interpretados como una decisión de gobierno y, para algunos, como un dogma.
Después del largo pontificado de Karol Wojtyla –un polaco eclesial y políticamente conservador, pero dotado de una inusual capacidad de comunicación y dueño de un coraje a toda prueba, carismático y espiritual–, su sucesor alemán, a los ojos de la prensa, pareciera errar todos los tiros.
Sus discursos en el viaje a Medio Oriente, en gran medida análogos a los del presidente norteamericano Barack Obama, suscitaron curiosamente opiniones encontradas: al Papa lo cuestionan siempre, leyendo con lupa, cuando no con microscopio, hasta la última coma. Por el contrario, Obama, diciendo conceptos similares, ofrece siempre la imagen feliz de un conductor seguro, poseedor de la acertada brújula. En cambio, Ratzinger se equivoca, duda y vuelve sobre su rumbo.
La realidad mediática (o, más bien, la lectura que hacen los medios de este Papa) es tan contundente en las críticas que hoy resultaría una empresa titánica explicar los aciertos y los golpes de timón, arriesgados por cierto, de Benedicto XVI, más allá de algunas desinformaciones y de las graves torpezas de la curia romana.
Se podrá estar de acuerdo o no con él, podrá resultar frío y poco simpático, podrá vestir gorros y capas más propias del Renacimiento que de nuestra época, pero ciertamente no se lo puede juzgar como intelectualmente improvisado y menos aún colgarle el mote de ultraconservador.
Es un hombre preocupado por el futuro de la Iglesia, atento a la colegialidad, respetuoso de la autonomía de los obispos y de las Iglesias locales, por más de que con los años se haya vuelto muy desconfiado con las posiciones progresistas en la teología y en la praxis religiosa. Además, es un hombre de escritorio antes que un pastor; un pensador antes que un hombre de gobierno. Asombra, sin embargo, el respeto que tiene por figuras tan disímiles como el cardenal Carlo M. Martini o el teólogo liberal y progresista Hans Küng.
Por otro lado, leer las posiciones de Ratzinger como profundamente contrarias a la Teología de la liberación o cercanas al lefevbrismo es tan descabellado como pretender comparar inútilmente las personalidades de los últimos dos papas. Sus escritos como teólogo y como pontífice, en particular su reciente carta a todos los obispos del mundo, dan cuenta de una personalidad no ajena a la autocrítica y proclive a la comunión: “Una contrariedad –escribía– para mí imprevisible fue el hecho de que el caso Williamson se sobrepusiera a la remisión de la excomunión. El gesto discreto de misericordia hacia los cuatro obispos, ordenados válidamente pero no legítimamente, apareció de manera inesperada como algo totalmente diverso: como la negación de la reconciliación entre cristianos y judíos y, por tanto, como la revocación de lo que en esta materia el Concilio había aclarado para el camino de la Iglesia”.
Después del Vaticano II. La historia de la Iglesia reconoce en el Concilio Vaticano II (1962-65), convocado por Juan XXIII y conducido por Pablo VI, un momento de excepcional vitalidad. Las grandes reformas que surgen de este acontecimiento son en realidad una evangélica vuelta a los orígenes del cristianismo. La euforia de los primeros años fue, poco a poco, dejando paso a cierta preocupación por algunos excesos disciplinarios y litúrgicos y, finalmente, a un cierto escepticismo. Sin embargo, en líneas generales, la Iglesia católica vive de los frutos de ese excepcional momento del Espíritu. Bastaría pensar cómo se encontraría hoy la institución de no haber existido ese concilio. En efecto, si hoy puede reconocerse en el diálogo ecuménico e interreligioso una característica fundamental de la Iglesia es porque existió ese acontecimiento. Si hoy la Iglesia, a pesar de todas sus dificultades, puede dialogar con la sociedad y su cultura es también gracias al Concilio. El Vaticano II marcó una profunda conversión de la comunidad católica, abrió horizontes de paz y de diálogo, mostró un rostro aggiornado, reconoció los “signos de los tiempos”. Fue un concilio sin condenas, de revisión y de diálogo.
Imaginar que Benedicto XVI no es un hombre del Vaticano II es ignorar la realidad y subestimar a uno de los grandes peritos de ese momento. Cuando él pone el énfasis en el diálogo intercultural, no está negando la comunicación interreligiosa sino por el contrario, yendo a las raíces del problema. Sus dos encíclicas lo confirman.
En el nuevo panorama post-conciliar cobró el laicado un protagonismo antes desconocido. Y si bien queda mucho por hacer, los nuevos movimientos eclesiales ganaron espacios antes sólo concebidos para las órdenes y las congregaciones religiosas.
Por otra parte, en la cultura posmoderna, curiosamente tan apegada a ciertas expresiones religiosas, Ratzinger se presenta más bien como un hombre de la Modernidad que propone y exige razones para creer y coherencia en el actuar. En este sentido, la Iglesia, para él, debe mostrarse como una roca segura y sus miembros como testigos de santidad. De allí la preocupación por la conducta moral de clérigos y religiosos y la urgencia por seguir marcando el papado como uno de los liderazgos éticos en el mundo.
La amenaza del gueto. Aquella tentación de concebirse como un gueto, que el gran teólogo Karl Rahner describió hablando del catolicismo, vuelve recurrentemente en la historia. Lo cierto es que ante las múltiples dificultades y desconciertos en los que vivimos, replegarse es siempre una propuesta en acecho. Pero, en realidad, nada más lejos del mensaje de Jesús y de la misma Iglesia en tanto asamblea y pueblo en camino.
En un contexto donde habría que imaginar nuevas formas de anuncio y evangelización, la Iglesia podría advertir la necesidad de esperar a que pase el temporal manteniéndose unida en la oración y en el compromiso como aquel “pequeño resto de Israel”, en la esperanza de que vendrán tiempos para abrir nuevos caminos y poder ofrecer su riqueza doctrinaria y existencial a muchos hombres. Acaso un dilema de Benedicto XVI sea el de encontrarse entre estas tensiones: resistir ante el embate o encarar una nueva gran expansión.
En su reciente libro Conversaciones nocturnas en Jerusalén, el eximio biblista Carlo M. Martini, cardenal y ex arzobispo de Milán, no deja de mirar con realismo las dificultades en las que está sumergida la Iglesia y los desafíos que se le presentan. ¿Cómo afrontar la inserción sacramental de los divorciados vueltos a casar? ¿Cómo llegar al corazón y a la voluntad de los jóvenes? ¿Cómo caminar hacia la santidad sin caer en dogmatismos o en relativismos? ¿Cómo afrontar el misterio de la muerte y del más allá? ¿Cómo dar testimonio de una vida espiritual y solidariamente fraterna? ¿Cuál es el lugar de la mujer en la Iglesia? ¿Cómo dialogar con otras tradiciones religiosas? ¿Cómo realizar en el ecumenismo el testamento de Cristo que quería que quienes lo siguieran estuvieran unidos? ¿Cómo encontrar un lenguaje que exprese la fe y su entramado en el ámbito de la cultura contemporánea?
Este sabio intelectual de la Iglesia se anima en la etapa final de su vida a abrir los ojos y los oídos ante el clamor del mundo. No pretende tener toda la verdad. Es consciente de que se transita en la historia y de que todo verdadero diálogo supone una sincera apertura a la verdad que vislumbran los otros. Se muestra un hombre en paz y confiado, no obstante a veces gane su ánimo cierto pesar por la salud y los años. Cercano al final, como él mismo dice, aparece sin embargo siempre enamorado de la figura de Jesús y del misterio de la Iglesia.
En el texto, que conmueve por su libertad de pensamiento y su hondura espiritual, llega a afirmar: “Sólo podemos abrirnos a los jóvenes partiendo de ellos mismos” y “No me asustan tanto las defecciones en la Iglesia… Mucho más me oprime cuando las personas no piensan, y se dejan arrastrar sin más”. Tampoco teme desnudar su perplejidad ante la proximidad del final de la vida: “Tal vez, alguien sostenga mi mano en el momento de la muerte”.
Sería tan arriesgado como injusto afirmar aquí que Ratzinger y Martini piensan de la misma manera. Pero una cosa es cierta: se respetan, se estiman, y los dos creen en la colegialidad tan buscada por Pablo VI (una forma de gobierno, de vida y de pensamiento que, sin anular la jerarquía y la ortodoxia de la tradición, presente un rostro plural y abierto).
Esa colegialidad que muy probablemente podrá abrir las puertas de una nueva eclesiología y de horizontes hoy impensados para los cristianos.
*Director de la revista Criterio.