Fui invitado a la Universidad de Campinas del estado de San Pablo, a un coloquio internacional sobre la obra de Michel Foucault. El pobre filósofo no puede descansar en paz. Hace treinta años ya dijo que ciertos temas lo tenían hastiado por lo previsibles que eran y que intentaría cambiar de rumbo. El lo hizo, pero muchos de sus devotos no. Lo siguen usando para justificar sus currículum y puntajes en la carrera académica. Es inevitable escuchar rumiar sobre las maldiciones del mundo en nombre de la “biopolítica”, ser el receptáculo de todos los infiernos imaginables de nuestro universo concentracionario, saber con espanto que los poderes demoníacos manipulan la vida y la muerte de cada uno de nosotros y, por supuesto, no podía faltar, asistir a mesas redondas que en nombre del feminismo y de las políticas de “género” hablan de la despenalización del aborto, de la esclavitud erótica de la mujer, de la condena maternal, y ¡hasta de la maldición del amor!
Me pregunto si en esta especie de coloquios es pecado dar una buena noticia. Como si no bastaran los informativos televisivos para llenarnos la cabeza de truculencias.
El discurso universitario es un dispositivo corporativo. Su lengua oficial es contestataria. Alucina mundos y se ubica en ellos. La complejidad de los problemas económicos, políticos, sociales y culturales de lo que sucede fuera de sus muros les es desconocida. El espacio claustral carece de fricción. Por el vacío de su atmósfera pueden diagnosticar lo que desean y pensar en terapias definitivas. Todo pagado por el Estado, al que odian.
Los congresos tienen sus esparcimientos. Entre dimes y diretes en una larga mesa de una pizzería cercana a la universidad, un contertulio carioca me tomó de punto y me contó algunos chistes de porteños. Ese por ejemplo que dice que nos suicidamos tirándonos de nuestro ego. Luego de agregar que en un viaje comió en Las Cuartetas y que le pareció demasiado caro, traté de hacerlo reflexionar fraternalmente y le pedí que debíamos admitir como socios del Mercosur que los dos países, Brasil y la Argentina, teníamos cosas maravillosas.
Nosotros, los argentinos, comencé, tenemos la mejor carne y el mejor fútbol del mundo; ustedes, los brasileños, agregué, las mejores playas y la mejor música. Me miró serio, sin comprender del todo, pero no me habló más y me lo saqué de encima.
Luego de que los organizadores me dieran el certificado por mi participación en el evento, a nombre de Tomás Abraham Neto, doble apellido lusitanizado que me sorprendió con agrado a pesar de que fuera un malentendido finalmente aclarado –el simposio estaba tan lleno de “Netos” que debía haber sobrado uno que se me adjudicó–, el señor Walter, el chofer que me condujo del aeropuerto a la universidad en la ida, dos días después me devolvió al mismo.
Un par de horas de viaje en las que me desasnó sobre la política brasileña. Me dijo que Brasil estaba bien armado para soportar la crisis debido al crecimiento económico durante la última época. De suceder esta caída global hace unos años, el derrumbe habría aplastado a muchos.
El problema –siguió el hombre mejor informado de eso que llaman realidad humana que conocí esos días– es que la política de Lula no encuentra heredero. Su programa necesita continuidad. Se basa en el crecimiento económico y la fuerte inversión en lo social, y hay mucho todavía por hacer. En especial en el campo de la educación y la salud es donde mayores carencias hay para la vida de las clases populares.
Le pregunté sobre la corrupción y las denuncias en contra del PT. Me dijo que para entender lo sucedido fuera del vocabulario escandaloso usado por los medios y la oposición, había que tener aunque sea una vaga idea de la conformación del Estado brasileño.
Fernando Henrique Cardoso, me dijo, le entregó a Lula un Estado débil e impotente para organizar a una gigantesca sociedad fragmentada en grupos de poder incontrolables. Brasil tiene dos cajas, es decir dos flujos de riquezas que hacen que la que yace en las penumbras esté protegida por una red completa de todo tipo de personajes, que incluye a políticos.
Lula sabía que si mantenía su posición intransigente de una izquierda de protesta social y denuncia, jamás llegaría a ganar elecciones.
Cambió el discurso, se acercó a la clase media, y una vez en el gobierno debió comenzar a jugar el juego del poder de una sociedad en la que la ilegalidad ocupaba mayor espacio social que lo legal.
¿Cómo gobernar desde una posición progresista a una sociedad que tiene poderosos intereses enquistados en la ilegalidad? La misma abarca todo tipo de evasores, agentes de la violencia ligados a mafias, estructuras que involucran a la clase media que también protege sus adquisiones en un sistema organizado sobre la doble contabilidad.
El PT se arriesgó en un juego peligroso confrontando con un Poder Legislativo que tiene representantes de regiones en las que gobiernan barones cuasifeudales y dinastías de plutócratas.
Mientras en las grandes urbes el control de la opinión pública a través de los medios masivos de comunicación y de la oposición es más estrecho, en lugares alejados de los centros neurálgicos de las decisiones nacionales el mandato de los representantes puede ser más fácil de condicionar.
Cuando sectores dirigentes de la sociedad civil se sintieron en peligro, montaron una red de denuncias que involucraron a funcionarios del gobierno. Si bien alguno podía haber participado en casos de corrupción, lo que se quería desmantelar era una política que apuntaba en una dirección no querida por los grupos dominantes.
Le pregunté por qué Lula perdía en San Pablo. Contestó que la estrategia de la centroderecha y de la derecha es abroquelarse en el Estado más poderoso del Brasil –con un PBI mayor que el de nuestro país– aislarlo con fuertes sumas de dinero, invertir en política y en última instancia, dejar que el gobierno federal se las arregle con las enormes desimetrías de un país de doscientos millones de habitantes.
En nuestro país las cifras oficiales de hace años hablan de una economía de más de 40% de su producto en negro. Es una constante de nuestra historia que incluye el modo en que se administra el presupuesto estatal. Funcionarios de los gobiernos también cobran bajo cuerda. La ilegalidad constituye un entramado que atraviesa lo legal. No sólo en las cuentas fiscales y en la circulación de dinero.
Cuando en una sociedad los dirigentes gremiales se mantienen en sus lugares durante décadas, en donde mueren asesinados directores de aduana, en la que la red de seguridad es parte de la extorsión y del terror cotidiano, un país en donde la impunidad es la normalidad, en una situación así, una política progresista difícilmente salga virgen de sus intentos de transformar la situación existente.
Además, tenemos serias dudas acerca de si los Kirchner representan este intento transformador aun con el costo que deben pagar por gobernar un país con polos amurallados de ilegalidad. Parecen ser parte del problema y no de su solución.
*Filósofo.