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salida de capitales

La Corte Suprema es oficialista

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Si se repasa la lista de los países con mejor calidad de vida, se podrá comprobar que una característica común a todos ellos es que se trata de democracias constitucionales que, por esa razón, tienen la independencia judicial entre sus atributos centrales.

La relación entre buenas instituciones, en especial la protección a las minorías que garantiza una Justicia independiente y el bienestar económico social, es bastante obvia.

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El progreso económico de un país depende del capital que se esté dispuesto a invertir en él y de la calidad de los recursos humanos que tenga o se genere.

Antes de arriesgar capital y posesiones en un país, lo primero que se quiere saber es cuáles son las “reglas de juego” a las que hay que atenerse y quiénes son los encargados de hacerlas cumplir y con qué efectividad lo hacen. Las reglas las establecen las sociedades a partir de sus representantes políticos que redactan y promulgan la Constitución y las leyes. Y el control lo ejercen jueces independientes de ese poder político, precisamente para asegurar que mayorías políticas circunstanciales, como toda mayoría política, no puedan afectar caprichosamente el derecho de las minorías. Como la mayoría de hoy puede ser la minoría de mañana, la idea central es tratar de minimizar la arbitrariedad y la discrecionalidad de esas mayorías coyunturales (de allí, que cambios profundos en las reglas requieran mayorías especiales, es decir, el consenso entre la mayoría de hoy y la minoría de hoy). Puesto de otra manera, el riesgo de “expropiación” no puede depender de la voluntad de una mayoría coyuntural, sino del imperio de la ley. Un inversor no puede arriesgar demasiado sólo pensando “la mayoría está de acuerdo”, si considera que, si esa mayoría se convirtiera en minoría, correría el riesgo de perderlo todo.

Con la “garantía” de que, siendo mayoría o minoría, sus bienes no corren más riesgos que los propios de cada actividad, la cantidad y calidad del capital invertido resulta superior. Y al ser superior, mayor es la probabilidad de crecimiento y progreso. Lo mismo ocurre con los recursos humanos. Los mejor educados y capacitados, si hay libre movilidad, “fluyen” hacia sociedades que remuneran mejor ese trabajo y ofrecen mejor calidad de vida. Se produce, entonces, un círculo virtuoso. Protección a las minorías, más cantidad y calidad del capital. Más cantidad y calidad de capital, mejor formación, atracción y remuneración de los recursos humanos. Mejores recursos humanos, mayor productividad del capital, más crecimiento y progreso, etc., etcétera.

Lo antedicho no supone que tener independencia judicial sea suficiente para vivir mejor o para evitar ciclos coyunturales adversos. Pero sin independencia judicial, la probabilidad de “vivir bien” en un país se reduce sustancialmente.

En ese sentido, la Corte Suprema, con su fallo del martes pasado, le ha hecho un gran favor no sólo a la democracia constitucional argentina –ratificando su vigencia–, sino también al Gobierno.

En efecto, el gobierno kirchnerista, con el solo hecho de intentar abolir nuestra democracia constitucional, ya ha generado una violenta salida de capitales y se ha visto obligado a “alambrar” el circuito de pesos, restringiendo al mínimo la compra de dólares. A prohibir y controlar importaciones. A intervenir cada vez con más discrecionalidad y arbitrariedad en la actividad económica. El resultado está a la vista, una economía “trabada”, con un crecimiento mediocre, poco sustentable y altamente dependiente de “milagros” externos.

Ahora bien, si todo esto sucedió, aun con un escenario internacional muy favorable, ante la sola “amenaza” del fin de la Constitución que conocemos, ¡imaginen ustedes la crisis económica en que hubiéramos estado inmersos hoy si esa amenaza ya se hubiera concretado! si la independencia judicial hubiera claudicado.

Paradójicamente, la Corte le evitó al Gobierno una crisis de la que no hubiera habido nueva moneda, ni blanqueo que lo salvara. Ahora, un ciudadano, sea inversor o trabajador, siente que, ante las arbitrariedades de una mayoría transitoria, alguien podrá, eventualmente, defenderlo. No es mucho, pero no es poco.

Que la Presidenta y su gobierno insistan en querer abolir la independencia judicial es, en este marco, un inexplicable intento de suicidio político.