Subo a un avión y me sumerjo en la lectura del Diario de Angel Rama, que se reeditó hace un par de meses en la Argentina después de su aparición original en Uruguay, la patria del autor. Acaso la palabra “patria” suene inapropiada en este caso –aun más de lo habitual– por que los fragmentos autobiográficos del libro cubren el período 1974-1983 en los que Rama vivió en el exilio desde el golpe militar hasta su muerte en un accidente de avión. Pero además esos años, vividos sobre todo en Venezuela, con ocasionales estadías en España y Estados Unidos, muestran a un especialista en América latina preocupado por la literatura y el destino político de la región en su conjunto, sin demasiada consideración por la fronteras.
Rama fue crítico, teórico, profesor, escritor, periodista, pero hay pocos candidatos como él a la portación del título de intelectual de izquierda, que el Diario ayuda a valorar en su justa medida, incluso por contraste con su devaluado sentido actual. Tras una destacada carrera en la que llegó a dirigir la influyente sección literaria del semanario Marcha, tras ser uno de los testigos y analistas más capaces del boom latinoamericano, tras acompañar a distancia la Revolución Cubana sin caer en la apología del régimen ni en la difusión de su propaganda, Rama pasó la última década de su vida en un difícil exilio venezolano, atormentado por el exceso de trabajo y la obtusa xenofobia del medio cultural y universitario de ese país, de su corrupción política y de su siempre malgastada riqueza petrolera. Pero las cosas no estaban entonces mucho mejor en otras partes: los militares gobernaban una buena parte del continente y no había demasiado refugio para un pensamiento independiente. Rama era denostado por el Partido Comunista al mismo tiempo que era considerado comunista y se le negaba la visa para enseñar en Estados Unidos.
Testimonio de un hombre angustiado en busca de un lugar en el mundo, lo que escribe Rama es también un diagnóstico de los años que vendrán, a partir de un panorama sombrío en el que buena parte de sus antiguos colegas y amigos se han convertido en funcionarios o amigos oficiosos de la dictadura uruguaya o de la cubana o se han reciclado como profesores en las mediocres universidades del sur o en sus indiferentes contrapartidas del norte con su cultura de arribismo académico y erudición inútil. La ambición de sacar a la literatura latinoamericana de su provincianismo mediante la utilización de las herramientas críticas y teóricas de la modernidad se revela como una utopía fuera del alcance de las fuerzas de Rama y del ambiente de su época.
Pero él es el primero en advertirlo, desilusionado por la actitud de escritores a los que les dedicó buena parte de sus esfuerzos como crítico. Por un lado, constata la imposibilidad de un diálogo entre un García Márquez, cada vez más cómodo en su papel de representante de las decisiones de Fidel Castro y un Cabrera Infante hundido en el silencio y la paranoia, entre un Vargas Llosa cada vez más corrido hacia la derecha y un Norberto Fuentes, presunto disidente cubano del que se va revelando su actuación como delator. Pero de los sabrosos párrafos que Rama dedica a la figura de los escritores, el más elocuente es el que se refiere a Cortázar, cuya dañina inconsistencia sigue resonando hoy: “Me consta su falta de información política y no digamos económica o social, y su escaso discernimiento para la problemática internacional. Como él lo confiesa, hasta mediados de los sesenta era un literato puro que además nada sabía de América latina. Lo desgraciado es que no haya hecho reales esfuerzos para informarse mejor, estudiar los problemas y verlos con perspectiva objetiva. Pero a pesar de que sigue siendo ‘un literato puro’ opina sobre política con tal simpleza, ignorancia de los asuntos y elementalidad del razonamiento, que produce o descorazonamiento o cólera.”