“Damos especial valor a la posesión de una virtud tan sólo cuando hemos notado su ausencia en nuestro adversario.”
Friedrich Nietzsche (1844-1900)
Hay cosas que dividen al mundo. La cebolla, por ejemplo. Nadie es indiferente a la cebolla: se la ama o se la detesta. Sucede también con las pasas de uva, los gatos, la música contemporánea y la ciudad de Nueva York. Nuestro país ha sido generoso en generar relaciones de amor-odio: unitarios o federales, Braden o Perón, libre o laica, liberación o dependencia, Ford o Chevrolet, Gatica o Prada, la Sarli o la Leblanc, Menotti o Bilardo, Redondos o Soda, Riquelme o la mamá y tantas otras. Ya no es tan así. Invadida por un neo pasotismo de nuevo siglo; vaciada de contenido por un pensamiento único, triste y final, nuestra dialéctica se redujo poco a poco hacia lo meramente tribal, lo primitivamente simbólico. Parece poco, claro, pero dice mucho de nosotros. A no mirar para otro lado, colegas.
Hoy es día de superclásico. River-Boca, la Dicotomía Nacional, el espectáculo que nos hizo famosos, como el tango, el default, la ópera Evita, Maradona, las mujeres y el río más ancho del mundo. A ver, teoricemos con impunidad, que total Hegel “nossiste”. Si River es la tesis y Boca su antítesis, entonces la síntesis será... la Argentina toda. No exagero. Este sistema de morondanga se parecerá mucho a Lo Absoluto durante varios días. No habrá espacio para más y todo lo que se diga y haga, lo juro, hablará más y mejor de nosotros que cualquier discurso de candidato o candidata en campaña, si lo hubiere, por ahí. Ahora bien: ¿qué significa ser de River o de Boca, hoy? ¿Qué los separa? ¿Cual es la idea?
Boca ha sido, históricamente, el club popular; el que prioriza la garra sobre la virtud. River, el de la clase acomodada, orgullosa de su paladar negro. Un fenómeno de identificación que se repite en cualquier sociedad: sucede con el Inter y el Milan, con el Real Madrid y el Atlético y acá con Central y Newell’s, San Martín y Atlético Tucumán o Colón y Unión. ¿Son estos clásicos, entonces, enfrentamientos simbólicos de clases? Lo han sido. Ya no. El nuevo fenómeno de la exclusión es electrocardiográmico, no horizontal, y estas divisiones no son tan sencillas de definir. La gente ahora está identificada con una marca, no con aquellas viejas asociación civiles sin fines de lucro. Boca fue un fracaso deportivo mientras fue dirigido por Antonio Alegre, un empresario bonachón, y Carlos Heller, un banquero de izquierdas. Sanearon las finanzas, sí, pero pocos se acuerdan de eso. El chip de la memoria fue aniquilado por la estelar irrupción de un chico de clase alta y ambiciones políticas, Mauricio Macri, presidente desde 1995. El pronunció por primera vez la palabra “hegemonía”. Resultó. Boca fue multicampeón, ganó mercado y se convirtió en otra cosa. Su hinchada se ha profesionalizado y también es parte del show. Su nuevo líder es Mauro Martín, un sujeto de enormes bíceps, antecedentes por robo y tatuajes imponentes que, como una Cristina de paraavalanchas, niega reportajes a la prensa local pero sí atiende a la extranjera. Marca, el diario deportivo de mayor circulación en España, le dedicó cuatro páginas y lo presentó oficialmente como nuevo capo de La 12. ¿Estaremos todos locos? Mientras el Boca negro y popular lanzó al estrellato a un político conservador, el River de la clase alta cayó verticalmente de la mano de un abogado progre que también quería invadir la política. Limitado por una barra incontrolable y de violencia hollywoodense, José María Aguilar nunca pudo armar un plantel que consiguiera éxitos internacionales, condición indispensable para ganar mercado y sumarse a las grandes ligas. Todo al revés.
Que el horario del River-Boca haya sido modificado para no superponerse con el Mundial de Rugby demuestra hasta qué punto la televisión es capaz de instalar productos antes impensados para la masividad. Los Pumas son hoy tanto o más vendibles que nuestros futbolistas de elite. Parece increíble. ¿Lo es? Veamos. La estrella de Boca es, lejos, Martín Palermo, casi 34 años, con un opaco paso por la Selección y la liga española, pero de abrumadora efectividad en el medio local. Palacio es, todavía, otro fenómeno de cabotaje. Con una mezcla de veteranos y juveniles en la defensa y a falta de un Riquelme, sólo Banega se destaca como un jugador de calidad superior. Y poco más. River, mal en todo, también mezcla chicos y grandes, permite que Carrizo sea goleado sin piedad y tiene jugadores que prometen pero no se terminan de consolidar como Falcao, Ferrari, Ruben, Augusto o el desconcertante Belluschi. Poquito. Su estrella es el técnico, Passarella, un prócer más allá de cualquier resultado. Todo muy medio pelo, como este “apasionante” torneo que puede consagrar a cualquiera que gane tres o cuatro partiditos al hilo. Ojalá le toque a Lanús, que juega bárbaro.
¿Entonces? Pues se paralizará el país entero y el mundo estará pendiente del bendito partido, por razones más mágicas que lógicas, señores, pese a todo. Ya lo sabemos. El amor a los colores, el embrujo del rito, esa extraña poética que nos arrastra a la pasión más primaria, a la insensata ilusión de creer que esos tipos de ahí se van a matar por uno, de verdad; que hablarán por todos nosotros.