Los últimos tres años fueron devastadores para la economía argentina. Desde el inicio de la crisis financiera de mayo de 2018, el dólar, por ejemplo, se multiplicó por siete, en el caso del tipo de cambo financiero y por cuatro, en el oficial, con un cepo creciente. La inflación, que fue de 230% en el último trienio (3,4% mensual promedio), se estacionó ahora en un 3% mensual (50% para 2021), arrastrando controles, sugerencias, ley de góndolas y multiplicidad cambiaria para marear al estadístico más perspicaz. La pobreza, que había logrado bajar a principios de ese año al 28%, creció sin parar y se podría ver como un logro que no roce el techo del 50%.
El ingreso real de los trabajadores informales, según el último informe de Idesa, cayó 33%, siendo el eslabón más débil de la cadena. Otros sectores pudieron enfrentar el tsunami de precios con algo más de suerte: convenios colectivos con cláusulas gatillo, reservas de mercado, privilegios impositivos o restricciones competitivas para poder salir casi empatados. Pero son los menos en una economía que pareció moverse saltando de un cisne negro a otro.
En ese mismo lapso, por ejemplo, un reciente estudio de la consultora Claves, arrojó que desapareció del mercado un saldo neto de 42 mil empresas, un 5% del total, mientras el resto pudo sobrevivir aun facturando en promedio mucho menos. Las provincias más castigadas son las menos favorecidas y en las que el entramado social más precisa de las pocas empresas en manos de particulares que todavía quedan. En cambio, las que se crearon fueron las que no tienen empleados: en realidad una forma de encubrir trabajo en negro o cuentapropistas que arriesgan para no esperar sentados el milagro que nunca llega. Esta investigación realizada sobre la información pública que tiene la AFIP demuestra que lo que más cuesta es crear empleo formal, la única manera sostenible de salir de la pobreza.
La explicación de esta debacle productiva es la pandemia, pero algo ocurre con la Argentina que es más vulnerable que el resto de la región a vaivenes económicos como los efectos del covid-19. Con suerte, volverá a los niveles de ingreso total de 2017 (antes de la corrida cambiaria iniciada en mayo de 2018) en 2024 y si hacemos la deducción por habitante, dos años más tarde. Un precio demasiado elevado que evidencia los desequilibrios de largo plazo que fue acumulando la economía y que cada gobierno, desde hace más de un cuarto de siglo, se empecina en agravar.
Con las urnas a la vista, el oficialismo optó por no sacrificar el corto plazo aún a sabiendas que la solución iba por otro carril. Trató de corregir los desfasajes de la emisión inevitable de 2020 con pases mágicos en el mercado de bonos, profundizando el cepo cambiario y prolongando los controles de precios. El éxito de esa fórmula no fue sostenible, justamente, por las demandas del sector político y en junio el ministro Martín Guzmán pareció resignarse a dejar hacer. En un mes el déficit fiscal fue más alto que en el resto del año y julio terminó con otro récord. Paritarias estatales más benévolas, obras acelerándose, jubilaciones que salen con más fluidez y el ducto monetario hacia los gobernadores más generoso que nunca. Un manual de emisión monetaria que el Gobierno, confía en poder pagar más allá de noviembre cuando quede dibujado el nuevo mapa político. ¿Habrá margen para empezar nuevamente el péndulo de restricción-expansión característico de la democracia moderna en Argentina? Mejor preguntar si el patrón de conducta que se siguió hasta ahora seguirá vigente con la certeza que ninguna parte tiene la responsabilidad absoluta de la crisis, pero tampoco podrá tener el monopolio de la solución.