La escalada desestabilizadora que sufre la Venezuela bolivariana tiene un objetivo no negociable: el derrocamiento del gobierno de Nicolás Maduro. No hay un ápice de interpretación de quien esto escribe en esta afirmación. Fue expresada en reiteradas ocasiones no sólo por los manifestantes de la derecha en las calles, sino por sus principales líderes e instigadores locales. En más de una ocasión se refirieron a las intenciones que perseguían con sus protestas utilizando una expresión a la que regularmente apela el Departamento de Estado: “cambio de régimen”, forma amable y eufemística que reemplaza a la desprestigiada “golpe de Estado”. Lo que se busca es precisamente eso: un “golpe de Estado” que ponga punto final a la experiencia chavista. La invasión a Libia, y el derrocamiento y linchamiento de Muammar El Gadafi son un ejemplo de “cambio de régimen”; hace medio siglo que Estados Unidos está proponiendo sin éxito algo similar para Cuba. Ahora lo están intentando, con todas sus fuerzas, en Venezuela.
Esta feroz campaña en contra del gobierno bolivariano tiene raíces internas y externas, imbricadas y solidarias en un objetivo común: acabar con la pesadilla instaurada por el Comandante Hugo Chávez desde que asumiera la presidencia en 1999. Para Estados Unidos, la autodeterminación venezolana afirmada sobre las mayores reservas comprobadas de petróleo del mundo, la derrota del ALCA y los avances de los procesos de integración y unidad en América latina y el Caribe son desafíos intolerables.
Tanto Washington como sus peones estaban seguros de que el chavismo no sobreviviría a la desaparición física de su fundador. La respuesta de estos oligarcas travestidos en señeras figuras de la república fue primero desconocer el veredicto de las urnas y luego desatar violentas protestas que cobraron la vida de más de una decena de jóvenes bolivarianos, dejando heridos a unos cien. Cabe consignar que, al día de hoy, diez meses después de las elecciones presidenciales, Washington no ha reconocido formalmente el triunfo de Nicolás Maduro. El imperialismo no se equivoca al elegir a sus enemigos: los Castro, Chávez, ahora Maduro, Correa, Morales; y, contrariamente a lo que algunos ingenuamente postulan, no existe una derecha que sea “oposición leal” a un gobierno genuinamente de izquierda.
Pese a la violencia de los militantes de la Mesa de Unidad Democrática que sostenía la candidatura de Capriles, el gobierno logró restablecer el orden en las calles. Contribuyeron a ello la clara y enérgica respuesta gubernamental y, además, la certeza que tenía la dirigencia del MUD de que las próximas elecciones municipales del 8 de Diciembre –que la derecha caracterizó como un plebiscito– les permitirían derrotar al chavismo para luego exigir la inmediata renuncia de Maduro o, en el peor de los casos, convocar a un referendo revocatorio anticipado sin tener que esperar hasta mediados del 2016 tal como lo establece la Constitución. Pero la jugarreta les salió mal, porque fueron ampliamente derrotados por casi un millón de votos y nueve puntos porcentuales de diferencia.
Leopoldo López se acaba de entregar a la Justicia y es de esperar que ésta le haga caer, a él y a su compinche, María Corina Machado, todo el peso de la ley. Llevan varias muertes sobre sus mochilas y lo peor que le podría pasar a Venezuela sería que el gobierno o la Justicia no advirtieran lo que se oculta dentro del huevo de la serpiente. En situaciones como éstas, y ante enemigos como éstos, cualquier intento de “reconciliación nacional” o de “línea blanda” es la segura ruta hacia la propia destrucción. Los fascistas y el imperialismo sólo entienden el lenguaje de la fuerza.
Tampoco habría que desechar la hipótesis de que, en su desesperación, la derecha pudiese apelar a cualquier recurso, por aberrante que sea. Pero el procesamiento y castigo de los instigadores de tanto derramamiento de sangre no será suficiente para aventar el riesgo de un brutal derrocamiento del gobierno bolivariano; la única garantía estriba en la activa movilización y organización de las masas chavistas para sostener “su revolución”, con sus muchos aciertos y también sus errores. Lo que esté en juego no es sólo el futuro de Venezuela, sino el de toda nuestra América.
*Politólogo y sociólogo.
Extractos de la columna publicada en Telesur.net