Pasan los años y la escena es siempre la misma. Cuando duerme en casa, mi hija me pide que le cuente un cuento y yo le digo que es tarde y que tengo sueño, pero me siento al costado de su cama y le digo que el cuento será breve: nunca sé qué contar, no estoy preparado, no premedité ninguna historia, ¿cómo se haría eso? Digo que no se me ocurre nada, y entonces empiezo sin saber por dónde ir. “Había una vez…”. El “había una vez” es precondición del relato, porque el pasado, la existencia mítica de lo que fue resuena con un poder que nunca tiene ni tendrá una historia que transcurra en el presente, ya que el presente es puro anhelo de un transcurrir, la desesperación por estar a la par de esa fugacidad. En fin. Comienzo con “había una vez” y luego viene la elección, que se hace sola. Se trata de “una” o de “un”. Si es “una”, nos encontramos con una reina, una princesa o una habitante de un pueblo. Si es “un”, se trata de un príncipe o un rey o un guerrero. Como el menú narrativo que abre mi oferta resulta un poco pobre, a las previsibles alternativas del romance, el matrimonio o la pelea agrego los requisitos de las pruebas, que suponen combates, intrigas y suspenso. De movida suprimo los personajes secundarios y me concentro en inventar un antagonista poderoso que dificulte el encuentro sentimental o la causa bondadosa que debe llevarse a cabo. Luego, aparece el entorno: describo castillos de hielo, sombras, cruces del desierto al calor del sol y bajo el frío de la luna. Mientras hablo, me pregunto cómo era posible que los narradores orales de la Antigüedad pudieran hilvanar durante horas sus historias. Hay que combinar estilo, imaginación, representación y respiración para que el cuento fluya. Como siempre, mi sueño avanza más poderoso que la ensoñación de mi hija. Como siempre, antes de quedarme dormido, escucho que me pide: “Contame otra historia”.