Llegué a Córdoba la mañana posterior a los saqueos. Invitado por el club Belgrano de Córdoba a dar una charla. El viaje era para mí un motivo de felicidad: volvía a una ciudad encantadora a ver a los amigos. Y encima tenía serias posibilidades de ir a Carlos Paz y me encantaba la idea. Pero comenzaron a caer los mensajitos de texto, los mails de los amigos. Cuando contaba que llegaría en las próximas horas, las respuestas eran irónicas, entre serias y burlonas. “Llegás en el peor momento, Córdoba es tierra caliente”. “A tu actividad en Belgrano no va a ir nadie porque la gente no quiere salir”. “Hay miedo, pánico, terror, de que salgan los saqueadores”. “Se dice que esta noche van a saquear todos los supermercados de la ciudad a la vez, tipo golpe comando”. “Van a bajar de las Sierras miles de pobres desnudos portando palos de caña para robarnos”. “No se te ocurra preguntarle por un Rapipago a un policía en la calle porque tiene la facultad de meterte preso 72 por averiguación de antecedentes. De La Sota puso esta ley que es casi de los tiempos de la dictadura”. Me decían cosas así y comencé a preocuparme.
Córdoba es una ciudad hermosa, con miles de pueblos en los alrededores llenos de ríos y embalses y diques. Un paraíso de sierras y agua. La mayoría de los argentinos tuvimos, en algún momento de nuestras vidas, la ilusión de ir a vivir a Córdoba. Sin embargo, es una ciudad radical y una provincia en constante crecimiento por la soja y oscura. Córdoba es jodida, más allá de su belleza natural.
Imaginé cosas. Pensé que apenas llegado me iba a encontrar con un espectro dantesco, tipo película de Hollywood, todo incendiado, los autos dados vueltas, gente gritando en la calle. Pero me sucedió algo peor. Reinaba una extraña calma. La paz después de un desastre puede ser algo espantoso. Nadie hablaba en la calle ni en los bares, muchos continuaban con su actividad de todos los días. Los televisores del Hotel Interplaza, donde estaba hospedado, explotaban mostrando las imágenes del saqueo y los comienzos de otros saqueos en otras provincias. Todo indicaba que los saqueos fueron alentados por los mismos policías que se habían acuartelado. Había un suceso oculto, algo para nada limpio en todo este accionar de la policía y del gobierno. ¿Se habían solucionado las cosas de la peor manera?
Decidí salir a la calle a ver qué me decía la gran ciudad. Nada, no escuché un solo comentario de lo sucedido el día anterior. Pero yo no me quedaba tranquilo, había un extraño sentimiento que los cordobeses me ocultaban realizando sus tareas en la más total normalidad. ¿Qué pasaba? ¿Qué había detrás de una sociedad que había vuelto al orden aparente? O los medios exageraban, o los cordobeses ya se habían olvidado de todo.
A la tarde fui al club, cerca de un barrio humilde, el barrio Alberdi, en las tribunas hablé de fútbol, poesía, cooperativismo; hablé de que los jugadores de fútbol tienen que leer para mejorar en su rendimiento deportivo. “Leer ayuda a la concentración”, era el motivo de la charla. La mayoría de los participantes eran niños de diez a quince años. Ellos tenían que leer más que nunca.
Después de la charla se me acercó un hincha de Belgrano. Se disculpó. “No pudimos traer a todo el mundo porque la gente tiene miedo”, me dijo. ¡Otra vez, el maldito miedo!, ahora sí exploté. ¿Qué pasaba en Córdoba realmente? El hincha me contó con pocas palabras. “Córdoba tiene muchas secuelas de la dictadura, cuando sucedió este acuartelamiento y las zonas liberadas, el cordobés creyó que volvía a los tiempos de la dictadura y estamos todos aterrorizados”.
Al otro día, regresé a Buenos Aires, sin entender mucho de lo que había pasado en Córdoba. Los saqueos de Tucumán todavía estaban lejos. Pero cuando subí al avión, sentí que me volvía más flaco, fue como si me hubieran sacado un peso de encima. Una presión invisible que me ahogaba se había ido y volví a ser el de siempre. Córdoba tenía una energía muy extraña, que no tengo deseos de volver a experimentar.
*Escritor.